Del aburrimiento y sus consecuencias

"El hombre invisible". (1929-1933) Salvador Dalí

Todo estaba dibujado en la pequeña libreta gris que llevaba en el bolsillo de su pantalón, escondida, para que nadie pudiese descubrir su secreto. Le gustaba dibujar desde que tiene uso de razón y por eso en sus incontables viajes una parada obligada era en los mercadillos de la ciudad en busca de cuadernos para gabaratear y dejar volar su imaginación. Lo que nunca pudo imaginar en su viaje a Túnez, hace ya más de dos años, era que en un antiguo bazar situado en una zona poco turística de la ciudad encontraría esa libreta gris que iba a cambiar su vida totalmente. Y es que esa libreta era mágica. 
 
En un primer momento tardó en descubrir esa cualidad porque las primeras páginas las rellenó con paisajes que veía desde la ventana de su hotel. Pero cuando al regresar a Madrid usó un día esa libreta para dibujar un sol radiante con un arco iris perfectamente visible y al mirar por la ventana descubrió lo mismo que acababa de dibujar, se dio cuenta de que algo raro acababa de pasar. A continuación rellenó la siguiente página con un boceto de la casa de sus sueños y al asomarse a la ventana de su pequeño estudio ¡chas! allí estaba su chalet, surgido de en medio de la nada, en el solar vacío que había enfrente de la que hasta ese momento había sido su casa. 
 
Desde entonces fue un no parar. Vio un día por la calle el cochazo que necesitaba en su vida. Lo dibujó en su pequeña libreta y ¡chas!, aparcado en la calle. Después dibujó al hombre perfecto ¡chas!; su rostro sin arrugas ¡chas!; su cuerpo sin un gramo de grasa ¡chas!; ropa ¡chas!, zapatos ¡chas!, puestas de sol ¡chas!, viajes a países exóticos sin moverse de casa ¡chas!, billetes de 500€ ¡chas!. ¿Qué más podía pedir? Tenía una vida perfecta. Era la envidia de todas su amigas que no encontraban respuesta, por muchas veces que formulasen la pregunta, a cómo había podido lograr todo cuanto había soñado. 
 
Hasta que el día que más temía que llegase finalmente llegó. El día de la apatía, del desánimo, de la desilusión. Una mañana se levantó ya pasado el mediodía, como venía siendo habitual en ella en los últimos meses, y notó una sensación que hacía mucho tiempo que no experimentaba: el aburrimiento. ¿Para qué luchar por conseguir cuanto quisiera si le bastaba con dibujarlo para que se hiciese realidad? ¿Para qué levantarse por las mañanas si sabía que todo cuanto sucediese ya había sido dibujado con antelación? ¿Cómo volver a sentir sorpresa ante la vida si sabía que de suceder algo que no le gustase podría cambiarlo con sólo dibujar un acontecimiento alternativo más agradable?.
 
Durante semanas fue dejándose llevar por ese terrible sentimiento de hastío. Se debatía entre el dilema de continuar como hasta ese momento o deshacerse de la dichosa libreta de una vez por todas. Pero para hacer esto último había que tener mucho valor, valor del que ella no disponía por mucho que lo dibujase. Hasta que una tarde sucedió algo que le movió a tomar una decisión innovadora. Al entrar en el comedor de su casa donde sus amigas estaban esperando a que ella llevase la bandeja con el café, éstas cambiaron de conversación en cuanto cruzó el umbral de la puerta. Estaba claro que habían estado hablando de ella a sus espaldas y no bien, precisamente, en vista del rubor en los rostros de algunas de ellas al sentirse descubiertas. En ese momento se dio cuenta de que habría dado cualquier cosa por haber podido escuchar esa conversación y todas aquellas que hubiesen mantenido sin estar ella presente. Poder colarse en sus casas para leer sus diarios (todas llevaban uno aunque lo negasen en público), registrar los mensajes de sus teléfonos, sus correos electrónicos. 
 
Y a los dos días se le ocurrió una gran idea ¿cómo era posible que no se le había ocurrido antes?. Cierto es que conllevaba sus riesgos pero hacía tanto tiempo que no se dejaba llevar por lo imprevisible, que no se arriesgaba. Se sentó ante la amplia mesa de su despacho con vistas al jardín y con la libreta frente a ella procedió a dibujarse a si misma minuciosamente. Tras quedar satisfecha con el resultado cogió una goma de borrar y empezó a suprimir los pies con cuidado provocando que sus propios pies empezaran a desaparecer. Siguió por las piernas, la cadera, el tronco, los brazos. Empezó a sentir cómo el estómago se encogía de la emoción, impaciente por empezar una nueva etapa en su vida e imaginándose a si misma cual detective londinense sumergiéndose en las miserias y en los secretos de las vidas ajenas. 
 
Pero había algo que ella desconocía y que de haber sabido con certeza no la habría impulsado a hacer lo que en ese preciso momento estaba haciendo. Lo que ella ignoraba era que una vez que fuese totalmente invisible los efectos serían irreversibles.
 
 

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