¡Un helado de vainilla, por favor!


"Doña Vicenta". 
Foto de Chus Martin. @lankara


¿Y qué quiere que le cuente una vieja como yo, joven? Mi vida es de lo más normal, aburrida diría yo, pero ya que insiste tanto y me he comprometido a ayudarle en su estudio, pues, allá voy.

Me llamo Vicenta, tengo más de setenta años y menos de ochenta, permítame que conserve algo de coquetería y no le diga mi edad exacta. Tengo tres hijos, siete nietos, dos perros, un gato, doce gallinas, un gallo y un marido, Enrique, quien aún me acompaña cada mañana a trabajar en la huerta. Mi fruta favorita es la uva y siento pasión por las hormigas, nunca he sido capaz de matar ni una, tan trabajadoras, tan sobrias ellas. Tuvimos varias tierrucas que nos permitieron sobrevivir y alimentar a mi familia pero hoy están yermas, como mi cuerpo, gracias a que la pequeña pensión que percibimos nos permite disfrutar de nuestra vejez con cierta holgura. Mi color favorito es el rojo aunque en mi armario ya no tengo nada de ese color salvo una pañoleta de los San fermines que mi hijo mayor me trajo hace unos años. Siempre visto de negro salvo ocasiones especiales en las que me visto de blanco, como para quedar con un joven guapo, como usted. No insista en que le tutee, no, es una costumbre mía de toda la vida y además, el respeto tiene cierto encanto especialmente hoy en día que está en peligro de extinción ¿no cree?. Bueno, sigo.

No me gusta leer nada excepto la vida de santos, no porque sea mi lectura ideal sino porque era el único tipo de libros que había en la biblioteca de mi pueblo, si se puede llamar biblioteca a esa habitación mohosa al lado de la consulta del médico que realmente hacía las veces de almacén del concejo. Últimamente me he aficionado a leer las noticias económicas de los periódicos, imagínese, yo leyendo sobre cláusulas suelo, tipos de rentabilidad o créditos de inversión. No me entero de nada pero me gusta imaginar que hay un mundo más allá de mis prados y montañas. 

Mi comida favorita son las migas de pan con ajo y mi helado favorito, el de vainilla. Descubrí que ése era mi sabor preferido hace unos treinta años, cuando tomé uno en la calle Santa Clara de Zamora. Hasta entonces nunca había probado los helados... siempre vi un cierto acto obsceno y demasiado moderno para mi en el deleite de ese postre, hasta que un viernes veinte de junio, al encontrarme con Tomás, cedí a su insistencia y me decidí a cometer ese pequeño pecado. Por cierto, mi hombre favorito es Tomás. No se sorprenda, joven, porque no nombre a mi marido. No lo cambio por ninguno, pero debe usted entenderlo: no conocí varón hasta que el mismo día de la boda, como la tradición manda, Enrique desfloró mi entonces, aunque no se lo crea, sinuoso y flexible cuerpo. No fue nada del otro mundo, he de confesarle, pero poco a poco me fui acostumbrando a sus gestos rápidos y a su rudo romanticismo hasta que llegó un momento en el que, no puedo evitar ruborizarme, llegué a disfrutar de eso de lo que nadie habla pero que a todo el mundo gusta. Bueno, mejor dicho, de eso de lo que nadie hablaba en mi época, que hoy ya sé que son muy liberados y avanzados y hasta hay programas en la tele que tratan sobre eso y todo. Pero gustar ha gustado siempre... eso no es algo nuevo, a ver qué se piensa usted. 

La cuestión es que me gustaba, o eso creía, hasta que un viernes veinte de junio, como le iba diciendo, me acuerdo como si fuese ayer y han pasado treinta y un años, paseando por la calle Santa Clara, me encontré con Tomás. Había ido a Zamora a visitar al dentista; nada del otro mundo, sólo una muela que me dolía porque la tenía picada, y puesto que la consulta terminó a las once y el autobús de regreso no salía hasta la una, decidí hacer tiempo y dar una vuelta por la capital, dispuesta a disfrutar de ese inesperado momento de soledad y libertad que el azar me había regalado. Y allí estaba él, Tomás, sentado en una mesa en la calle, tomando un helado. Yo le vi primero, pero decidí pasar de largo porque no estaba bien que una mujer casada saludase a un hombre soltero de su edad, y menos aún a un hombre como Tomás, un mujeriego que ¡válgame Dios!, hasta mujeres embarazadas había dejado y todo sin que ninguna conseguiera hacerle pasar por el altar ¡bueno era él!. Sin embargo, me vio, me saludó y no me dejó en paz hasta que no me senté a su lado. Y primero me insistió para que me tomase algo, "un helado de vainilla, por favor", le pedí al camarero, porque siempre había querido probar el helado de vainilla. Después me insistió para que comiese con él unos mejillones picantes en un bar que estaba a la vuelta de la esquina, "los mejores de España", me decía, agarrándome por el brazo. Y yo, pendiente del reloj: "son las doce y media, Tomás, tengo que irme", "tranquila mujer, que llegas con tiempo de sobra". 

Pero no llegué, claro, porque la siguiente vez que volví a mirar el reloj era la una en punto y la estación estaba a un ratito largo caminando desde donde estábamos. Así que la tercera insistencia fue para que le acompañase a una casa de comidas donde el menú del día era el mejor del mundo, me decía, agarrándome ya por la cintura. Y yo... ¿qué le iba a hacer?. El siguiente autobús no salía hasta las seis de la tarde y tenía que comer algo ¿no le parece, joven?. Sí, ese autobús sí lo cogí, el de las seis de la tarde, por los pelos, porque llegué con apenas unos minutos de antelación, y eso que la pensión estaba enfrente de la estación sino también lo hubiese perdido provocando entonces un auténtico escándalo en mi familia. Ya me veía a la Guardia Civil siguiéndome el rastro por las calles de Zamora... Pero sí, llegué, no ponga esa cara, joven ¿acaso piensa que no sospechaba que acabaría con Tomás en una pensión? ¿cree que si no le habría permitido agarrarme de la cintura como si fuese mi enamorado?.

Han pasado treinta y un años y aún recuerdo cada detalle de esas horas que pasamos juntos. Pero a veces... a veces me cuesta reproducir una frase pronunciada, o no recuerdo nítidamente el tono de su voz al susurrarme cositas o se desliza en el desagüe de mis recuerdos el tono verde de sus ojos mirándome fijamente.  Entonces me tomo un helado de vainilla y enseguida recobro la memoria. ¿Me invita a uno, joven? 

Comentarios

  1. Es que cuando cumplimos los cuarenta algo cambia, y somos capaces de comernos el mundo y hasta los helados de vainilla. Me ha encantado! MARIAN

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  2. Muchísimas gracias, Marian. ¡Me alegro de que te haya gustado!.

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