La señora Dalloway - Virginia Woolf


Lo que más me ha gustado: Virginia Woolf se asienta, por fin en un acto de justicia histórica literaria, como una de las grandes autoras de todos los tiempos. Todas sus obras son únicas y auténticas y la señora Dalloway destaca por ese recorrido del pensamiento de sus personajes que nos convierte en lectores de nuestros propios pensamientos. ¿Quién no se ha enfrentado alguna vez al eterno dilema cabeza-corazón? ¿Quién no ha sentido hastío o frustración? ¿Quién no ha salido alguna vez a la calle y ha visto la ciudad con toda su luz sintiéndose pleno y feliz? Virginia Woolf enamora por su visión de la mujer, tan única y realista y por esos claroscuros que nos reconcilian con nuestra propia naturaleza. Imprescindible. 

Lo que menos me ha gustado: no es una autora para leer con prisas. Hay que disfrutarla a fuego lento, con un espíritu receptivo y tranquilo, envolviéndonos en el sosiego de su narración. Encontrar el momento para leerla es, sin embargo, el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismos. 


Virginia Woolf y la búsqueda de una voz propia.

Virginia Woolf
Lyndall Gordon en su celebrada biografía «Virginia Woolf. Vida de una escritora» [Ed. Gatopardo, 2017] , señala la ideal esencia en torno a la que gira la obra de la autora: «los momentos cruciales de la existencia humana no son los hitos tradicionales del nacimiento, el matrimonio y la muerte, sino que están ocultos entre los sucesos ordinarios de un día cualquiera»; y es un día cualquiera en la vida de la señora Dalloway, concretamente uno día de mediados de junio de 1923, en el que una ola de calor azota Londres, el que Virginia Woolf analiza exhaustivamente para ejecutar su proceso de excavación, barrenando cuevas detrás de sus personajes, penetrando en su vida silenciosa y desconocida a veces para ellos mismos, ahondando en los entresijos de su mente contradictoria. Siempre se menciona como ejemplo de este discurso narrativo de flujo de conciencia a James Joyce y su «Ulises», una de esas obras que, confieso, no he sido aun capaz de leer. Entono mi mea culpa. Pero se habla menos (aunque parece que últimamente se está enmendando esta injusticia histórica) de la obra de Virginia Woolf, y hablar de la obra de esta gran escritora del siglo XX y, quizás, una de las grandes autoras de todos los tiempos, es imposible sin hacer referencia a su vida privada. Nacida en Londres en 1882, en el seno de una familia culta y acomodada, gozó de una intensa infancia que rememora una y otra vez en sus libros (ese mar como alter ego, esos veranos cargados de sensaciones y melancolía, esos amigos de la familia que entraban y salían de la casa mezclándose con ellos) pero que se vio truncada por dos grandes sucesos: el primero, el ser víctima de abusos por parte de sus hermanastros mayores George y Gerald; el segundo, la prematura muerte de su madre cuando tenía trece años. Del primer hecho se derivaría una relación con el sexo compleja y problemática que también aparece en esta novela reflejada en símbolos como la navaja con la que Peter Walsh, el eterno enamorado de la señora Dalloway, juega una y otra vez en público, frente a la asexualidad de la señora Dalloway que esgrime un aguja de coser o flores; del segundo, una búsqueda incesante en otras mujeres de la figura de protección y amor maternal; en ambos, se originan los altibajos que mezclarían una pasión por la vida casi extática con arrebatos de depresión que culminarían con su suicidio en 1941, y que hicieron que Virginia lograra transmitir con gran viveza la desesperación, el arañar la vida, el desprendimiento de la esperanza, que tan devastadores resultan cuando se instalan en nosotros.

La influencia de Freud, que provocó un rechazo del realismo objetivo, descriptivo y externo tan propio de la literatura del siglo XIX, y un desvío hacia la introspección, el darle la vuelta al alma de dentro para fuera, fue determinante en la búsqueda de Virginia Woolf de una voz propia que, opinaba, como luego desarrollaría en esa obra icónica del feminismo, aunque Virginia no la escribió con esa intención, «Una habitación propia», le había sido arrebatada a las mujeres por considerarla demasiado sensiblera y emocional. Habían sido los hombres, decía, quienes habían determinado qué es lo normal, dónde están los límites de la mesura, dónde los de la racionalidad, cómo se ha de usar el lenguaje y también cómo y qué se debía escribir.

«La Señora Dalloway», su cuarta novela, publicada el 14 de mayo de 1925 por la Hogarth Press, la editorial fundada por la propia Virginia y su marido, Leonard Woolf, comienza de forma mítica: «La señora Dalloway dijo que las flores las compraría ella». Así, presenta directamente a la protagonista como una mujer detallista y decidida que arranca el día que se presenta soleado saliendo a la calle para ultimar los preparativos de la fiesta que va a dar esa misma noche en su casa. La novela, sin capítulos y narrada de corrido, se estructura claramente en tres partes, como la vida misma: la mañana o pasado, la tarde somnolienta o presente, y la noche o futuro cercano en el que la muerte acecha amenazante. En su trayecto hacia la floristería, mientras se pregunta una y otra vez «¿por qué somos tan necios?» como para amar tanto la vida, recorre esas calles londinenses que tanto ama con un espíritu analítico y reflexivo que atravesaba «todo como un cuchillo, y, al mismo tiempo, permanecía fuera, mirando». En su deambular se encuentra con Hugh Whitbread, un amigo de su infancia que siempre la hace sentir insignificante y al que, sin embargo, une una telaraña de recuerdos de un pasado común, tan amado como añorado, de temporadas en la casa de Bourton. Sus ensoñaciones se centrarán entonces en Peter Walsh, el hombre que mejor la conoce, el primero que la declaró su amor incondicional, el viejo amigo que está próximo a regresar tras cinco años en la India, y se plantea qué habría sido de su vida si en lugar de haber elegido la estabilidad y la seguridad de su matrimonio con Richard Dalloway, el perfecto caballero, el padre de su hija Elisabeth, al que ésta adora, el referente de la comunidad que, sin embargo, la ha anulado reduciéndola a «La señora Dalloway», pues pese a ser el doble de inteligente que su marido, estaba «obligada a ver las cosas con sus ojos, lo que constituye una de las tragedias de la vida matrimonial», hubiese aceptado la propuesta apasionada de Peter, con el que discutía, reía, lloraba; el impulsivo Peter que siempre se enamora de mujeres de las que no debería; el compañero que en lugar de rutina habría inundado su vida con una inquietante vehemencia.

Ese flujo de conciencia, «marca de la casa» de Virginia Woolf, no es aquí un discurrir monologuista, sino que, como si de una pelota se tratase, va botando de un personaje a otro para que podamos obtener algo que es uno de los grandes retos de todo narrador y que Woolf domina a la perfección: el punto de vista. Así, los pensamientos de la señora Dalloway se alternan con los del propio Peter y con los de otros personajes entre los que caben destacar dos que no la conocen personalmente aunque se cruzan con ella en varias ocasiones y tienen conocidos en común: Septimus, el contrapunto perfecto a la señora Dalloway, ex combatiente de la Primera Guerra Mundial, donde perdió a Evans, la persona que más a querido en su vida, y su joven mujer italiana Rezia. Mientras que Clarissa representa la vitalidad, la salud incansable, el optimismo y las ganas de vivir, Septimus se va hundiendo a cada segundo en una depresión con visiones y tendencias suicidas contra la que lucha incansablemente pues, en el fondo, él también ama la vida, y, por momentos, cree que «la belleza está en todas partes». Sin embargo, la incomprensión que encuentra en los médicos que le tratan, esos defensores de la mesura que practican la intolerancia contra quienes, como él, tocan los extremos y se desvían de «lo normal» (algo que la propia Virginia también sufrió en carne propia) le resulta tan desmotivadora que provocará su fatal desenlace. Éste llegará a oídos de la señora Dalloway al final del día y la llevará a reflexionar sobre la muerte, a ella, que en varios momentos citó el «Otelo» de Shakespeare, «si ahora tocara morir, ahora sería el momento más feliz», pero que ahora, con la muerte mirándola de frente, llega a plantearse si habría acabado como él si en lugar de elegir con la cabeza a Richard hubiese optado con el corazón a Peter.

La genialidad con la que Virginia Woolf explora los puntos de vista se percibe también en episodios clave como el del coche de lujo con las cortinas corridas: mientras que los transeúntes, la Señora Dalloway incluida, desarrollan sus propias teorías sobre la identidad de quien viaja en él, Septimus identifica ese coche con la muerte que acude en su busca. De la misma manera, un avión que va trazando letras de humo en el cielo, lleva a un divertido juego en el que se especula sobre qué palabra está escribiendo. La maternidad también tiene sus diversas perspectivas: la señora Dalloway ve en su hija Elisabeth un lirio al que no reconoce; sin embargo, la italiana Rezia, siente el impulso de confesar a cualquier persona que pase por la calle «soy muy desgraciada» porque su impotente marido Septimus no le da ese hijo al que ve como una tabla de salvación.

Adaptación: Las Horas (2002)
Acercarse a Virginia Woolf es aproximarse a una narración llena de simbología y dobles significados muy estimulante pero también es acercarse a los grandes enigmas de la vida y prepararse, si no para encontrarles respuesta, sí al menos para pararnos a reflexionar sobre ellos desde el trampolín seguro de unos personajes complejos llenos de vida propia, con aristas y contradicciones, que a ratos nos despiertan simpatías y a ratos hostilidad, quizás porque reconocemos en ellos nuestros propios defectos. Sin embargo, hay que avisar que leer a Virginia no es fácil pues contrariamente a los libros de lectura rápida con inicio-nudo-desenlace, giros inesperados y efectos narrativos espectaculares, sus obras están cocinadas a fuego lento y hay párrafos que pueden resultar farragosos por lo detallado de las descripciones y de los análisis psicológicos. ¿Por qué entonces Virginia Woolf nos resulta tan atractiva? Todos en un determinado momento, en mayor o menor medida, hacemos nuestro propio discurso narrativo, desde elegir cuál va a ser nuestra próxima lectura hasta determinar si una determinada persona nos cae bien o no. Y ahí es donde ella nos atrapa: Virginia protesta contra los rígidos corsés sexistas, lingüísticos y literarios de la época embarcándose como una nadadora experimentada mar adentro, sin miedo, a los vericuetos de la mente, (¿quién no se ha preguntado alguna vez en la vida, como la señora Dalloway, si tomamos la decisión correcta al elegir a una pareja y no otra, al tomar una deriva profesional y no otra, al escoger ser madre o no?) y enfrentándose sin temor aunque con respeto al inexorable paso del tiempo (ese Big Ben que da puntual la hora, los cuartos y las medias, recordatorio miserable de lo efímero). No, definitivamente, leer a Virginia no es fácil, requiere paciencia, concentración y esfuerzo, porque, como la señora Dalloway, se hunde «en el corazón mismo del momento, deteniéndolo». Pero merece la pena y, sin duda, una vez que la lees, si has acertado con el momento para ello, es una autora que atrapa, de esas de cabecera a las que se vuelve una y otra vez para después regresar con nuevas preguntas y nuevas respuestas como ésta: «¿Qué importancia tiene el cerebro, comparado con el corazón?»


Comentarios

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