Jesús Carrasco - Intemperie
Edición: Seix Barral (21ª impresión. Abril 2016).
Páginas: 221
ISBN: 978-84-322-1472-1
Precio: 16,50€
Calificación: 9/10
Lo que más me ha gustado: La dureza de la historia cargada de un lirismo bien narrado, una prosa repleta de imágenes y símbolos que no saturan, unos personajes austeros que viven de forma apasionada, una auténtica lucha por la supervivencia que no necesita de artificios ni golpes de efecto sobrenaturales. El suspense, a pesar de su sobriedad, está garantizado.
Lo que menos me ha gustado: Más bien es un aviso a quien se acerque a este libro. Es un libro lento por lo que si se busca acción este no es su libro. Tiene párrafos enteros repletos de descripciones, de gran contenido simbólico, que pueden resultar sobrecargados, por lo que para leerlo hay que cambiar la perspectiva, dejar de lado las prisas, y centrárse atentamente en los detalles.
«—¿Has visto la corona que tiene el Cristo de ahí arriba?
—Sí. Tiene tres puntas.
—Se llaman potencias. Una es la memoria, otra, el entendimiento y la tercera, la voluntad» (Pág. 119)
«Intemperie es uno de esos libros que se quedan grabados en la piel para toda la vida». Así de claro. Intemperie no se lee sólo con los ojos y con el cerebro, sino también con los poros, con la nariz y la boca, con los oídos, con las vísceras y los intestinos. Es un libro desgarrador que a pesar de un argumento sencillo ahonda en las miserias de la vida humana pero también en la grandeza de la misma. Intemperie, con tres simples personajes: un niño, un adulto y un viejo, crea unos arquetipos tan poderosos que podríamos decir de él que es un tratado vital, una obra de sabiduría, una obra minimalista que aferrándose a lo mínimo cuenta lo máximo.
«Ante el coro de voces, sintió que quizá había desempolvado algún tipo de lazo comunitario y por un momento su rencor se replegó hacia algún lugar de su estómago. (...) Había provocado un acontecimiento». (Pág. 11)
Este es el argumento: un niño huye de su casa y el aguacil del pueblo comienza a buscarle desesperadamente. En esa huida cuenta con la ayuda con un viejo cabrero, tosco y silencioso. Intentaré ir más allá sin desvelar detalles que descubran la trama. Una gran sequía ha azotado el sur del país por lo que los lugareños se han visto obligado a emigrar al norte en busca de agua. En el pueblo sólo quedan aquellos habitantes que cuentan con algunos medios para sobrevivir y aquellos que no han sido lo suficientemente valientes para emprender el viaje. El niño se ve entonces encerrado, junto a un padre dominante y una madre sometida, en el miserable pueblo cuya ley dicta y ordena el aguacil. Hasta que una mota de polvo desborda el desierto y el crío decide huir. El aguacil no aceptará esa huida, por supuesto, y le seguirá infatigablemente en su camino hacia el norte, en busca de prados verdes, pozos rebosantes y árboles fértiles. En esa huida se cruza con un cabrero, un hombre anciano y pobre que se mantiene gracias a los trueques con la leche de sus cabras y que deambula por la zona sin rumbo fijo. Esa pobreza material se ve compensada, sin embargo, con una riqueza de sabiduría, principios y moral que le llevará a proteger a ese crío desconocido hasta las últimas consecuencias.
«—No te voy a esperar toda la vida.» (Pág. 57)
El cabrero, a diferencia del niño o del aguacil, no tiene nada que perder, pero eso no le resta valentía y arrojo en sus acciones. Podría haber dejado marchar al niño; podría haber mirado para otro lado, como hacían los padres de éste; podría haberse aprovechado del niño también, como hacía el aguacil. Sin embargo, él marca una diferencia respecto al resto: él, un desconocido solitario y silencioso, sustituye las palabras por la acción. En la novela la aridez del paisaje camina de la mano del estilo narrativo: apenas hay diálogos más allá de los puramente imprescindibles, los personajes no tienen nombres, los pueblos son anónimos, la topografía es generalista; un reflejo de la aridez del ambiente y también de la aridez de las personas que lo pueblan. Hay sequía de agua pero también hay sequía de afecto, de solidaridad y de compasión. La crueldad del aguacil, un hombre de buena posición económica y social, que viste y huele bien, contrasta aún más con la compasión del cabrero, apestoso y maloliente, que da al crío en unos pocos días más lecciones de ética y más cariño que el que ha recibido en toda su vida.
«Pensó que a la altura a la que la copa de la palmera crecía, corría un aire más puro que el que circulaba a ras de suelo y que algo habría hecho la palmera para merecer ese aire balsámico. (...) Algo habría hecho él para merecer sus quemaduras, su hambre y a su familia». (Pág. 54)
Se podría definir esta novela como una novela de aprendizaje, de formación, o como dirían los anglófonos, un drama coming of age, de transición de la niñez a la etapa adulta. La intemperie, donde transcurre toda la acción, a campo abierto, sin más protección que los árboles, el suelo infértil y el cielo estrelllado, es una potente imagen visual de lo que es la propia vida. En esa misma intemperie el niño renace, al comenzar la novela con él resguardado en un agujero de arcilla, feto en el vientre de la madre, hasta que la naturaleza le da a luz. Recuerdo que cuando era más joven me decían mis padres que debía prepararme para salir al mundo real, donde «está la jungla, la selva». Pero el niño de Jesús Carrasco no sale a unos bosques frondosos, húmedos, llenos de animales salvajes y peligrosos, sino que precisamente huye de un animal salvaje para profundizarse en un mundo reseco, donde el calor cuartea la piel, la poca agua existente provoca diarrea, y la lucha contra el medio es tan terrible como la lucha contra los pocos seres humanos que lo habitan (tullido que parece salido de una obra de McCullers, incluido).
«Entendió que el viejo no sería quien le entregara la llave al mundo de los adultos, ese en el que la brutalidad se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria». (Pág. 162)El cabrero le reeduca, por no decir que le educa. Le protege en las ruinas de un castillo. Comparte con él la reducida comida de su zurrón. Le impide convertirse en adulto demasiado pronto arrebatándole la crueldad que otros le habían inoculado y devolviéndole la humanidad, la decencia y la compasión. Los silencios siguen siendo su eterna compañera pero ya no se tratan, como en su casa, de silencios acusadores ni afilados sino de silencios de comprensión y compañía, silencios que hablan al niño de cosas que para él era completamente desconocidas: la amistad, la lealtad y la fidelidad.
«—No tienes cojones, cabrero.
—No mires, chico.» (Pág. 195)
En conclusión, una obra de tintes apocalípticos, que recuerda en sus alusiones a los aperos y a las costumbres del campo (preparad el diccionario quienes no hayáis crecido en un entorno rural para enriquecer el vocabulario) al universo de Delibes, y que cómo éste, conmueve profundamente regando nuestras estériles mesetas con corrientes subterráneas, invisibles. Un libro donde parece que no pasa nada pero no dejan de pasar cosas. Un libro que transcurre en una estática meseta pero donde la historia provoca terremotos, torbellinos, huracanes y tsunamis en el lector. Un gran libro.
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