Claus y Lucas - Agota Kristof


Traducción: Ana Herrera Ferrer / Roser Berdagué Costa
Páginas: 444
ISBN: 978-84-7669-710-8
Precio: Préstamos en biblioteca municipal (desde aquí una llamada para que lo reediten, por favor)
Calificación: 8/10.

Lo que más me ha gustado: una historia contada por dos niños de la guerra, hermanos gemelos, recién llegados a casa de la abuela materna cuya existencia desconocían, tras estallar la Segunda Guerra Mundial y que les llama hijos de perra, es una gran manera de atrapar a quien, por casualidad o con premeditación, se atreve a leer sus primeras líneas. De ahí ya es imposible soltarlo. Aconsejo leer La analfabeta (por si os apetece echarle un vistazo podéis leer la reseña que hice de esa #joyita aquí), obra autobiográfica de Agota Kristof, menos dura aunque igual de sensible, antes de lanzarse a este pedazo de obra brutal, impactante e inolvidable.

Lo que menos me ha gustado: los tres libros que se recogen en este volumen titulado Claus y Lucas fueron publicados como historias independientes. De ahí que al leerlos del tirón resulten a veces demasiado obvios y repetitivos. Mientras que el primer volumen El Gran Cuaderno me deslumbró por ese estilo incisivo y directo con el que se narró La analfabeta, en los otros dos el impacto se atenúa. 
«Decimos:
—¡Queridos míos! ¡Mis amorcitos! Yo os quiero... No os abandonaré nunca... Sólo os querré a vosotros... Siempre... Sois mi vida...
Y a fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo poco a poco su significado, y el dolor que llevan consigo se atenúa.
» (Pág. 25)
Agota Kristof. 
Agota Kristof (Hungría, 1935- Suiza, 2011) fue una niña traviesa que gastaba a su hermano pequeño bromas diciéndole que realmente era adoptado y que leía, leía todo cuanto caía bajo sus ojos, como una enfermedad. Su padre presumía de que su niña con cuatro años era una lectora talentosa y ella disfrutaba recogiendo del suelo cuanto papel impreso encontraba para descifrar el mensaje misterioso. Pero estalló la Segunda Guerra Mundial y el mundo se derrumbó. El padre fue movilizado, la madre no pudo hacerse cargo de sus hijos y tuvo que repartirlos entre varios lugares, dejando a Agota en un orfanato. Ahí comienza las pesadillas, el frío, los sabañones, el hambre, las carencias afectivas, la SOLEDAD con mayúsculas. La guerra acaba pero la situación no mejora. Agota se casa, tiene una hija, y con su niñita recién nacida en brazos la familia abandona clandestinamente el país y se refugia en Suiza. En el cantón francés. Agota no habla francés. Se convierte en una analfabeta. Estas pinceladas de su biografía las narra la propia autora en su librito escrito en 2004, cuando ya era una autora consagrada, de apenas setenta páginas llamado así precisamente, La analfabeta.
«Nuestro padre está caído junto a la segunda barrera. Sí, hay un medio de atravesar la frontera: hacer pasar a alguien delante de uno.» (Pág. 158)
Bajo el título «Claus y Lucas» se recogen tres libros escritos por Agota Kristof en tres momentos distintos: El gran cuaderno (1987, primera novela de esta autora), La prueba (1988) y La Tercera mentira (1991), novela que obtuvo el Prix du Livre Inter en 1992. En cada uno de ellos, Agota hace un despliegue de riqueza narrativa al contar la historia de los dos hermanos gemelos, Claus y Lucas, siguiendo un estilo diferenciado y único, hasta el punto de que parece que estuviésemos leyendo tres obras escritas por tres autoras diferentes con un único hilo conductor como intersección. Esta diferencia en la voz narrativa resulta tan evidente que por ello es inevitable que, para quienes lo leemos, haya un libro que destaque por encima de los demás, el favorito, el inolvidable. En mi caso es, sin duda alguna, el primero, El gran cuaderno, en el cual cada capítulo acaba con un ¡oh! y con reflexiones tan agudas como esta:
«La mujer dice:—¿Que no hemos visto nada? ¡Imbécil! Nosotras hacemos todo el trabajo, tenemos todas las preocupaciones: alimentar a los niños, cuidar a los heridos... Vosotros, una vez acaba la guerra, sois todos unos héroes. Muertos: héroes. Supervivientes: héroes. Mutilados: héroes. Y por eso habéis inventado la guerra vosotros, los hombres. Es vuestra guerra. Vosotros la habéis querido; ¡hacedla pues, héroes de mierda!» (Pág. 91)
Quienes ya conozcan La Analfabeta reconocerán en esa primera obra el mismo estilo de Agota: capítulos cortos, de apenas dos páginas cada uno, que con pinceladas sutiles logran componer auténticos escenarios teatrales que sientan al lector en la butaca dispuesto a disfrutar de microhistorias narradas de forma compacta, sin lenguaje accesorio, sin adornos barrocos, directas al grano. Frases simples, que en muchos casos se componen de una estructura básica de sujeto-verbo-predicado, nos introducen en la mente de los dos niños gemelos, pues son ellos quienes escriben ese gran cuaderno contando, como si fuesen periodistas al igual que su padre, la verdad y nada más que la verdad. Sin sentimientos, tomando distancia de los hechos, no dejándose llevar por emociones ni consideraciones subjetivas. La verdad. Nada más que la verdad.
«Para decidir si algo está "bien" o "mal" tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.» (Pág. 31)
No emocionarse, sin embargo, ante ese relato frío y distante, es imposible. La trascendencia de lo que escriben en su gran cuaderno esos dos niños rubios, tan guapos, tan despiertos, tan inteligentes, a quienes quisiéramos adoptar, abrazar, salvar de ese entorno de guerra, es tan envolvente, que les creemos a pies juntillas mientras observamos con admiración su capacidad sobrehumana y madura de resiliencia, con sus trabajos en el huerto, su formación autodidacta, sus ejercicios de endurecimientos del espíritu, de mendicidad, de ceguera y sordera, del ayuno... No solo encuentran la forma los dos, al alimón, de sobrevivir a las circunstancias que les acaecen sino que también logran prever la forma de afrontar aquellas que saben que les van a acaecer. Desde las primeras líneas, cuando les vemos caminar desde la estación de tren hasta la casa de la abuela, cargados con una pequeña maleta, cada uno a un lado de su madre, ésta con los ojos rojos, intuimos que vamos a leer una historia turbia. Y así es. La madre se ve obligada a abandonarles en casa de la abuela porque no puede hacerse cargo de ellos. En la ciudad pasan hambre. El padre ha sido movilizado y está en el frente. La abuela accede a regañadientes a hacerse cargo de ellos aunque no sabía ni que existían. Les llama hijos de perra.
«—Estoy obligado a creer.
—Pero, en lo más profundo de ti mismo, ¿qué piensas?
—No pienso. No puedo permitirme ese lujo. Llevo el miedo en mi interior desde la infancia.» (Pág. 233)
La forma en la que esos dos hermanos logran sobrevivir en ese pueblo fronterizo es heroica. Acabamos el primer libro deshechos, aplastados por dentro pero al mismo tiempo agarrándonos a que si esos críos lograron salir adelante sin amor pero con valores el mundo sigue mereciendo la pena. No estaban solos. Se tenían el uno al otro. Todo podía superarse. También habían escrito un libro, un gran cuaderno...
«(...) todo ser humano ha nacido para escribir un libro, y sólo para eso. Un libro genial o un libro mediocre, poco importa, pero el que no escriba nada es un ser perdido, no ha hecho más que pasar por la tierra sin dejar huella alguna». (Pág. 244)
Pero entonces llega el segundo libro, La prueba, y todo se derrumba. Agota cambia de estilo a través de una narración más madura, con construcciones más largas, diálogos elaborados y distintos personajes, cada uno más fascinante que el anterior: Clara, Victor y su historia del vecino insomne,  con algo que aportar a esa narración. Toca deshacer el puzzle y rehacerlo porque las piezas no encajan. Con lo orgullosos que nos sentíamos de esos dos críos ahora resulta que nada era lo que parecía. Agota nos ha engañado. Agota nos ha puesto a prueba. Tras la magistral obra maestra que, en mi opinión, constituye el primer libro, El gran cuaderno, con esa simpleza compleja y esos hermanos que se funden para ser uno solo, La prueba me resultó más aburrida por su ritmo lento y porque Agota comete un pequeño fallo: explicar demasiado las cosas, tanto que a veces se repite.
«—El dolor disminuye, los recuerdos se difuminan.
El insomne levanta los ojos hacia Lucas:
—Disminuyen, se difuminan, es he dicho, sí, pero no desaparecen.
» (Pág. 254)
Pasamos las páginas y llegamos al tercer libro La tercera mentira. Definitivamente, Agota nos ha mentido. Pero no se enfaden. Todo tiene un por qué y merece la pena. La narración recupera nivel y aunque sigue en el mismo estilo elaborado del segundo libro, recobra la frescura del primero. Los recuerdos se difuminan, los nombres se mezclan, y de ahí la necesidad de repetir, de recordar y de reiterar, aunque cause dolor. Debemos preguntarnos: ¿Qué es verdad y qué es mentira? ¿Cómo nos protegemos de aquello que nos duele? 
«—Llueve, como siempre. Lluvia una y fría, cae sobre las casas, sobre los árboles, sobre las tumbas. Cuando "ellos" vienen a verme, la lluvia chorrea por sus rostros destrozados. "Ellos" me miran y el frío se hace más intenso. Mis muros ya no me protegen. Nunca me han protegido. Su solidez no es más que una ilusión, su blancura está mancillada.» (Pág. 304)
La historia es brutal. Durísima. Especialmente en el primer libro donde ese contraste continente infantil-contenido bestial perfora las entrañas. En los otros dos libros ahondamos más en la psicología de los personajes, en historias que cuentan y que no sabemos si pasaron realmente o no, si les sucedió a los críos o se limitaron a ponerlas en boca de otros personajes, si lo vivió Agota en su carne o si fueron pesadillas imaginadas… Dudas, preguntas, mentiras… Pues conociendo esas pinceladas biográficas que comentábamos al principio, contadas por la propia Agota, es inevitable preguntarnos si ella necesitaba contar esta historia y engañarse a sí misma haciéndose creer que las cosas habían pasado de otra manera. Si lo hizo para curarse, literatura como medicina. O si lo hizo porque eran historias que ella misma se inventó en esas interminables horas solitarias en el orfanato o durante ese trabajo monótono en la fábrica suiza para lograr sobrevivir. Sea como fuere, está claro que Agota tenía que contar esta historia y que esta historia tiene que ser leída. 
«La historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla. Le digo que intento contar mi historia pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido.» (Pág. 317)

Comentarios

  1. Yo no concibo estos tres libros de manera independiente, aunque se puedan leer así, porque cambia tanto la interpretación de lo leído al leer los tres... Y es algo que me parece maravilloso. De todas formas, si tuviese que elegir uno de ellos, también me quedaría con el primero, a pesar de su brutalidad y su violencia.
    Es lo único que he leído hasta ahora de Agota Kristof (yo a lo bruto, venga). Quise leer luego 'La analfabeta' pero leí una entrevista a la autora en la que comentaba que no se sentía demasiado satisfecha de él y eso me disuadió. De todas formas, tengo en cuenta tu opinión, pues además no es la primera que leo en el mismo sentido, así que tal vez me anime.
    Besos

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    Respuestas
    1. ¡Hola querida Lorena!
      Me ha encantado lo de tú a lo bruto jajaja. Te queremos igual ;-) A mi la analfabeta me gustó mucho porque da muchas notas sobre la biografía de la autora y además se lee del tirón. Me da la sensación de que Agota no se conformaba con nada de lo que escribía, no se valoraba y eso que me parece una escritora brillante. Yo quizás habría preferido leer los tres por separado pues confieso que acabe con el tercero un poco saturada de ella porque ya intuía algunas cosas que explica con detenimiento. En fin, fue una sensación mía. Aun así me parece una obra brutal e imprescindible.
      Qué placer leerte por aquí
      Un abrazo

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