Fintanela, Fintanela...

Fintanela.
Foto de Chus Martin @lankara.
https://www.flickr.com/photos/lankara/23044840531/



Fintanela. Así la llamaba todo el mundo desde que hace un tiempo indefinido (unos decían que desde Nochevieja, otros que desde Semana Santa) apareciese por el barrio para hacer de sus calles su hogar. Dos cosas llamaban poderosamente la atención de Fintanela cuando la veías por primera vez: una era que realmente se trataba de un hombre de mediana edad vestido con ropa de mujer superpuesta sin ton ni son y sin sentido estético alguno y la otra eran sus labios garabateados de un intenso rojo pasión. 
 
Se movía por el barrio de las Letras arrastrando un desvencijado carrito de la compra hasta que encontraba el lugar perfecto donde acampar ese día. Entonces sacaba de él un bulto cubierto por un trapo que fue blanco un día y desenvolviéndolo extraía como un mago de su chistera una caja de zapatos cuidadosamente conservada. Le quitaba la tapa que usaba después como una especie de salvamanteles para depositar sobre ella la caja en sí, en cuyo interior iría juntando las escasas monedas que los transeúntes depositaban a lo largo del día, algún bocadillo, una prenda de ropa o un tupper con comida, muestra de buena vecindad.
 
Nadie sabía en qué empleaba Fintanela lo recaudado durante el día pues no bebía, ni consumía drogas, ni tan siquiera fumaba. Se alimentaba con lo que los vecinos le dejaban en la caja y se vestía con ropa, siempre de mujer, que se encontraba en contenedores o que le donaba el panadero. Precisamente una vez Chema, que así se llamaba el panadero, intentó darle un par de pantalones y una camisa vieja que le quedaban estrechos a fin de que se vistiese como lo que era, un señor, pero Fintanela los abandonó sin usar sobre un banco de la plaza Santa Ana. Desde entonces cada vez que su mujer se quejaba de que algo de su armario estaba viejo o no le valía, lo metía en una bolsa y se lo llevaba. 
 
En otra ocasión Carmen, la de la frutería, intentó llevarle a comer al mesón de Clemente un día frío de invierno pero ella, sin articular palabra rechazó negando con la cabeza la invitación y miró hacia otro lado. Fin del tema.
 
María, la de la tienda de ropa vintage, contaba que la primera vez que le llevó un trozo de su su exquisita tarta de manzana con un café se lo quiso entregar en la mano, mirarle a los ojos, interesarse por ella, pero Fintanela se tapó bajo la manta que cubría sus piernas y ni un gracias articuló. Por eso desde entonces siempre se lo dejaba en la caja con la esperanza vana de que algún día la reconociese. Desde aquel día todo aquel que quería darle algo desistía de la idea de dárselo en mano y lo depositaba como una ofrenda en su caja de zapatos.
 
Otra incógnita que corroía al barrio era su verdadero nombre. Mateo, el zapatero le preguntó en varias ocasiones "cómo te llamas, de dónde eres, cómo llegaste a vivir así..." en fin, ese tipo de cosas, y por respuesta sólo recibió un sonoro silencio y una interesante indiferencia. Así que el propio Mateo empezó a llamarla Fintanela por ser éste el nombre de la marca de zapatos escrito en su valiosa caja y Fintanela se llamó desde entonces. Por qué esa caja era tan preciada por ella nadie lo sabía pero era un espectáculo ver con qué delicadeza la trataba, cómo la limpiaba al fin de cada jornada, la envolvía en su trapo y la guardaba en el carrito para dirigirse a los bajos de la plaza Mayor donde unos cuantos cartones la esperaban para hacerle de cama. 
 
Fintanela no molestaba, no robaba, no causaba escándalos, no olía de forma especialmente desagradable, no ensuciaba, ¿qué más se podía pedir? Sólo de vez en cuando, quizás porque se aburría, quizas porque los pajarillos se salían de su cabeza, sacaba un pequeño y viejo órgano eléctrico que colocaba sobre el carrito y aporreaba con los índices para terror auditivo de los que por allí tenían la mala suerte de pasar en ese preciso momento. 
 
En defintiva, se podría decir que Fintanela formaba parte ya del mobiliario del barrio, como la escultura de Lorca de Santa Ana o los versos escritos en el suelo de la calle Huertas. La gente se acostumbró tanto a verla por allí que cuando de repente un martes no apareció todo el barrio se puso a buscarla. Las horas pasaban, los días pasaban y los rumores cada vez circulaban más absurdos y especulativos: la han asesinado, la han secuestrado para traficar con sus órganos, su familia la ha encontrado y sacado de la calle, ha encontrado un billete de la primitiva premiado y se ha fugado, ha decidido cambiar su vida y está haciendo un curso de integración laboral, ha muerto de un infarto, está en el psiquiátrico, donde siempre tenía que haber estado, por cierto...
 
La gente aún seguía preguntándose cuál habría sido el destino de tan peculiar vecina cuando Carmen, la frutera, encontró la caja de zapatos con el letrero de Fintanela escrito en la tapa, encima de un banco de la calle Huertas. No pudiendo resistir la tentación se decidió a abrirla, no sin cierta dosis de culpabilidad por invadir una propiedad ajena, que pronto se vio superada por la curiosidad de conocer su contenido y lo que encontró en su interior la dejo sin aliento. Sus gritos de sorpresa se oyeron en todo el barrio y en escasos minutos los vecinos se encontraban a su lado mirando incrédulos el contenido de la caja. Enseguida empezaron a buscar una solución sobre qué hacer con la misma. Llamar a la policía quedó rápidamente descartado así que ante la propuesta de Mateo, el zapatero, acordaron repartirse su contenido según la aportación que cada uno había hecho a Fintanela. 
 
Sin duda la contribución más valiosa era la de Carmen, la frutera, quien día sí día también le hacía entrega de varias piezas de fruta y de un delicioso bocadillo de lomo y queso con ración extra de queso, hay que decirlo. Tampoco había que desdeñar la de Chema, el panadero, y la ropa de su mujer que aunque vieja aún le quedaba mucho uso útil. ¿Y qué decir de María, la dueña de la tienda vintage, que siempre guardaba una generosa ración de su tarta de manzana para la desdichada Fintanela, acompañado de un delicioso café capuccino, su favorito?. También Mateo, el zapatero, reclamó su parte en base a los varios pares de zapatos que había donado a la extraña vecina. Y Celestino, el kioskero, recordó a los presentes que no habían sido pocas las ocasiones en las que alguna monedilla había dejado caer en la famosa caja acompañada de algún periódico viejo y varias revistas. O Casilda, la de la ultramarinos mencionó la que había sido su manta para ver la tele o Clemente, el mesonero y las docenas de churros que le había regalado... Así, uno tras otro, cada vecino fue relatando sus contribuciones y todas fueron ponderadas, cuantificadas, valoradas, repartiéndose proporcionalmente el contenido de la caja.
 
A pesar de alguna tímida protesta o algún gesto torcido, cualquier intento de oposición fue contenida y todos los vecinos regresaron a sus lugares de trabajo satisfechos y felices, al menos durante ese día, palpando los fajos de billetes de veinte euros repartidos entre sus bolsillos. La caja, por si a alguien le interesa saberlo, con el letrero de Fintanela escrito en su tapa, acabó en contenedor de reciclaje de color azul de la calle León.
 
 
 
 


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