La señora Dalloway - Virginia Woolf
Lo que más me ha gustado: Virginia Woolf se asienta, por fin en un acto de justicia histórica literaria, como una de las grandes autoras de todos los tiempos. Todas sus obras son únicas y auténticas y la señora Dalloway destaca por ese recorrido del pensamiento de sus personajes que nos convierte en lectores de nuestros propios pensamientos. ¿Quién no se ha enfrentado alguna vez al eterno dilema cabeza-corazón? ¿Quién no ha sentido hastío o frustración? ¿Quién no ha salido alguna vez a la calle y ha visto la ciudad con toda su luz sintiéndose pleno y feliz? Virginia Woolf enamora por su visión de la mujer, tan única y realista y por esos claroscuros que nos reconcilian con nuestra propia naturaleza. Imprescindible.
Lo que menos me ha gustado: no es una autora para leer con prisas. Hay que disfrutarla a fuego lento, con un espíritu receptivo y tranquilo, envolviéndonos en el sosiego de su narración. Encontrar el momento para leerla es, sin embargo, el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismos.
Virginia Woolf y la búsqueda de una voz propia.
Virginia Woolf |
La influencia de Freud,
que provocó un rechazo del realismo objetivo, descriptivo y externo tan propio
de la literatura del siglo XIX, y un desvío hacia la introspección, el darle la
vuelta al alma de dentro para fuera, fue determinante en la búsqueda de
Virginia Woolf de una voz propia que, opinaba, como luego desarrollaría en esa
obra icónica del feminismo, aunque Virginia no la escribió con esa intención, «Una
habitación propia», le había sido arrebatada a las mujeres por
considerarla demasiado sensiblera y emocional. Habían sido los hombres, decía, quienes
habían determinado qué es lo normal, dónde están los límites de la mesura, dónde
los de la racionalidad, cómo se ha de usar el lenguaje y también cómo y qué se
debía escribir.
«La Señora Dalloway», su cuarta
novela, publicada el 14 de mayo de 1925
por la Hogarth Press, la editorial fundada por la propia Virginia y su marido,
Leonard Woolf, comienza de forma mítica: «La
señora Dalloway dijo que las flores las compraría ella». Así, presenta
directamente a la protagonista como una mujer detallista y decidida que arranca
el día que se presenta soleado saliendo a la calle para ultimar los
preparativos de la fiesta que va a dar esa misma noche en su casa. La novela,
sin capítulos y narrada de corrido, se estructura claramente en tres partes,
como la vida misma: la mañana o pasado, la tarde somnolienta o presente, y la
noche o futuro cercano en el que la muerte acecha amenazante. En su trayecto
hacia la floristería, mientras se pregunta una y otra vez «¿por qué somos tan necios?» como para amar tanto la vida, recorre
esas calles londinenses que tanto ama con un espíritu analítico y reflexivo que
atravesaba «todo como un cuchillo, y, al
mismo tiempo, permanecía fuera, mirando». En su deambular se encuentra con Hugh Whitbread, un amigo de su infancia
que siempre la hace sentir insignificante y al que, sin embargo, une una
telaraña de recuerdos de un pasado común, tan amado como añorado, de temporadas
en la casa de Bourton. Sus ensoñaciones se centrarán entonces en Peter Walsh, el hombre que mejor la
conoce, el primero que la declaró su amor incondicional, el viejo amigo que
está próximo a regresar tras cinco años en la India, y se plantea qué habría
sido de su vida si en lugar de haber elegido la estabilidad y la seguridad de su
matrimonio con Richard Dalloway, el
perfecto caballero, el padre de su hija Elisabeth, al que ésta adora, el
referente de la comunidad que, sin embargo, la ha anulado reduciéndola a «La señora Dalloway», pues pese a ser el
doble de inteligente que su marido, estaba «obligada
a ver las cosas con sus ojos, lo que constituye una de las tragedias de la vida
matrimonial», hubiese aceptado la propuesta apasionada de Peter, con el que
discutía, reía, lloraba; el impulsivo Peter que siempre se enamora de mujeres
de las que no debería; el compañero que en lugar de rutina habría inundado su
vida con una inquietante vehemencia.
Ese flujo de conciencia,
«marca de la casa» de Virginia Woolf, no es aquí un discurrir monologuista,
sino que, como si de una pelota se tratase, va botando de un personaje a otro
para que podamos obtener algo que es uno de los grandes retos de todo narrador
y que Woolf domina a la perfección: el
punto de vista. Así, los pensamientos de la señora Dalloway se alternan con
los del propio Peter y con los de
otros personajes entre los que caben destacar dos que no la conocen
personalmente aunque se cruzan con ella en varias ocasiones y tienen conocidos
en común: Septimus, el contrapunto
perfecto a la señora Dalloway, ex combatiente de la Primera Guerra Mundial,
donde perdió a Evans, la persona que más a querido en su vida, y su joven mujer
italiana Rezia. Mientras que
Clarissa representa la vitalidad, la salud incansable, el optimismo y las ganas
de vivir, Septimus se va hundiendo a cada segundo en una depresión con visiones
y tendencias suicidas contra la que lucha incansablemente pues, en el fondo, él
también ama la vida, y, por momentos, cree que «la belleza está en todas partes». Sin embargo, la incomprensión que
encuentra en los médicos que le tratan, esos defensores de la mesura que
practican la intolerancia contra quienes, como él, tocan los extremos y se desvían
de «lo normal» (algo que la propia Virginia también sufrió en carne propia) le
resulta tan desmotivadora que provocará su fatal desenlace. Éste llegará a
oídos de la señora Dalloway al final del día y la llevará a reflexionar sobre
la muerte, a ella, que en varios momentos citó el «Otelo» de Shakespeare, «si ahora tocara morir, ahora sería el momento más feliz», pero que ahora,
con la muerte mirándola de frente, llega a plantearse si habría acabado como él
si en lugar de elegir con la cabeza a Richard hubiese optado con el corazón a
Peter.
La genialidad con la que Virginia Woolf explora los
puntos de vista se percibe también en episodios clave como el del coche de lujo
con las cortinas corridas: mientras que los transeúntes, la Señora Dalloway
incluida, desarrollan sus propias teorías sobre la identidad de quien viaja en
él, Septimus identifica ese coche con la muerte que acude en su busca. De la
misma manera, un avión que va trazando letras de humo en el cielo, lleva a un
divertido juego en el que se especula sobre qué palabra está escribiendo. La
maternidad también tiene sus diversas perspectivas: la señora Dalloway ve en su
hija Elisabeth un lirio al que no reconoce; sin embargo, la italiana Rezia, siente
el impulso de confesar a cualquier persona que pase por la calle «soy muy desgraciada» porque su impotente
marido Septimus no le da ese hijo al que ve como una tabla de salvación.
Adaptación: Las Horas (2002) |
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