La canción de los vivos y los muertos - Jesmyn Ward



Lo que más me ha gustado: El talento narrativo de Jesmyn Ward es refrescante, chispeante. A pesar de la oscuridad de la historia que nos cuenta, las imágenes que usa nos sumergen en la misma al mismo tiempo que nos sorprenden por su coherencia e intensidad. Una de las claves por las que logra con éxito narrar la historia a través de Leonie, una madre que se refugia en las drogas como una forma de evadirse de la maternidad y la situación familiar que le supera, y a través de su hijo Jojo, un adolescente de trece años, es precisamente la precisión con la que escoge esas alegorías.

Lo que menos me ha gustado: A medida que avanza la historia es cada vez más difícil empatizar con Leonie. Si bien en un primer momento ahonda en los motivos de su comportamiento disoluto y su presencia intermitente, cuando la trama va desenvolviéndose se nos presenta como una mujer egoísta e inmadura, insegura y perdida, sin que se profundice en los porqués de esa negativa a cambiar de actitud. Así mismo, la tercera voz narradora en dos capítulos, la de Richie, un niño de trece años que murió asesinado décadas antes, aun siendo interesante por lo que aporta sobre el racismo y la esclavitud, me dio la sensación de que cortaba el ritmo narrativo del tándem Jojo-Leonie.
«Me gusta creer que sé lo que es la muerte. Me gusta creer que es algo a lo que podría mirar de frente».
Esta potente frase no sólo marca el comienzo de la novela sino que también presagia lo que nos vamos a encontrar a lo largo de ella: un canto oscuro y desgarrador que es a la vez un alegato a la vida y a la responsabilidad con nuestros propios actos. Quien la pronuncia es Jojo, un niño de trece años al que le ha tocado madurar antes de tiempo. A través de su relato descubrimos que su padre está en la cárcel y que no le llama «papá» sino por su nombre de pila, Michael; descubrimos también que su madre desaparece días enteros y que su afecto es irregular, y que no es «mamá» sino Leonie pues también ha perdido el derecho a ser llamada con apelativos familiares cariñosos. Jojo levanta los hombros, estira la espalda, quiere demostrar a su abuelo materno, Pa, gracias al cual ha conocido el amor y el cariño verdaderos, que ya es un hombre hecho y derecho que mira de cara a la muerte, capaz de degollar una cabra que servirá para celebrar su cumpleaños, cuyo hígado, lo más sabroso del animal, será la comida de su abuela, Ma, quien ha hecho de madre y que está enferma de cáncer. Jojo aprovecha que su abuelo ha creído oír el llanto de su hermana pequeña, Kayla, para ir a consolarla y así poder huir de ese ritual de muerte. Aun no está preparado para ello. Lo que no sabe es que pronto sí lo estará.
«Criarme aquí, en el campo, me ha enseñado cosas. Me ha enseñado que después del primer gran arrebato de vida, el tiempo lo va devorando todo: oxida las herramientas, envejece a los animales hasta dejarlos calvos o sin plumas y marchita las plantas».
El relato de Jojo se va alternando con el de su madre, Leonie, una mujer que es consciente de que, efectivamente, el tiempo lo devora todo, así como es consciente de que si no cambia de estilo de vida todo va a ir a peor y perderá a unos padres que la adoraron y a unos hijos que cada vez la adoran menos. Sin embargo, en ocasiones, saber no basta para actuar en consecuencia, y hay impulsos más oscuros que tiran con fuerza arrasando con todo. Leonie nos cuenta que su pareja, Michael, es blanco y que su familia política nunca aceptó ese matrimonio interracial no sólo por el racismo que aun sigue arraigado a día de hoy en esa pesadilla americana que es el contrapunto del tan explotado sueño americano, sino también porque años atrás accedieron a tapar el asesinato del hermano de Leonie, Given, a manos de un primo de Michael, alegando que fue un accidente de caza. Esa tremenda injusticia, frente a la que la familia de Leonie no pudo reaccionar porque todo el mundo creyó a los poderosos blancos, sirvió para que Michael y ella comenzaran a apoyarse mutuamente dando lugar a una relación absorbente y posesiva, tóxica, que ambos colocan por encima de sus propios hijos. Esa incapacidad de ambos para ser padres, a pesar de las buenas intenciones y de las promesas de enmienda, es claramente detectada por Jojo y su hermana Kayla, de tres años (otro claro ejemplo de la pérdida de autoridad de ambos padres es que aunque insisten en llamar a la niña por su verdadero nombre, Michaela, Jojo les recalca una y otra vez que se llama Kayla, que Pa, Ma y él la llaman así). Ambos crean un dúo hermético en el que solo tienen entrada los abuelos Pa y Ma y en el que cualquier intento de acercamiento de los padres es mirado con recelo. Ante ese rechazo Leonie y Michael reaccionan de forma violenta, se encierran como pareja en ellos mismos, huyendo solos, dejando a los niños con los abuelos maternos. La pescadilla que se muerde la cola...
«El hogar no siempre tiene que ver con un lugar (...) El hogar tiene que ver con la tierra. Si la tierra se abre para ti. Si tira de ti tan fuerte que el espacio entre tú y ella se funde y sois sólo uno y late como si fuera tu corazón.»
El hogar a veces no es tampoco la familia que te corresponde por nacimiento. La canción familiar que se canta con esos nudos marineros que unen a los miembros de la familia y que a veces aprietan tanto que hacen daño es interpretada a coro cuando Jesmyn Ward mete a Leonie acompañada de su amiga Misty, junto a Jojo y a Kayla en un coche rumbo a la prisión de Pachman para recoger a Michael tras haber cumplido su condena. Ese trayecto de ida y vuelta es asfixiante. A la claustrofobia propia de ese ambiente cerrado, de ese metal rodante, se le une el olor a vómito de una indispuesta Kayla. Jesmyn Ward a través de ese viaje convierte la obra en una novela de carretera que supone para algunos de los personajes un retroceso vital mientras que para otros será decisivo a la hora de tomar decisiones futuras. La autora confirma en ese momento lo que ya sabíamos: tiene una gran historia que contar, dura, brutal, pero sin miedo la cuenta de una forma magistral, hipnótica. Hace que parezca fácil lo difícil: enfrentar a los personajes entre sí con un realismo con una tridimensionalidad de sus personalidades que percibimos los rencores, los temas no resueltos, las esperanzas que se disuelven más rápido que un grano de azúcar en un vaso de agua, las decepciones, la resignación.
«Todos tenemos una debilidad: un punto por donde rompernos».
Y, efectivamente, algunos de los personajes se rompen. Otros, sin embargo, resurgen más fuertes, al menos en apariencia. Los fantasmas del pasado están vivos, encarnados por aquellas personas que murieron de forma violenta, injusta, irracional, por el mero hecho de ser negros, muertes no resueltas cuyos autores quedaron impunes dejando en la sociedad un rastro fétido peor que el del vómito de Kayla en el coche. Pero también perviven los fantasmas del «antes». Antes de que Given muriera, recuerda Leonie, eran una familia feliz, su madre le masajeaba el cuero cabelludo, su padre la enseñaba con amor las tareas de la granja, su hermano le guiñaba el ojo para que guardase un secreto. Antes de que Michael fuera a la cárcel, recuerda Jojo, Michael era papá y le llevaba a pescar, era su día de sólo chicos y su madre era mamá y le acariciaba la espalda para tranquilizarle, le abrazaba antes de dormirse, le cantaba canciones. Y también los espectros del presente: el racismo, el desempleo, la exclusión social, los prejuicios, la necesidad de pertenecer a algo o a alguien, las vías de escapatoria fácil...
«A veces el mundo no te da lo que necesitas por más que te esfuerces en buscarlo. A veces se lo queda para él».
Jesmyn Ward
Jesmyn Ward (Misisipi, 1977), única ganadora en dos ocasiones del National Book Award (la primera en el 2011 por «Quedan los huesos», editada por Siruela; la segunda por esta «Canción» en 2017) es una digna sucesora de la honestidad que Maya Angelou desplegó en «Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado». Comparte con Toni Morrison la ferocidad al denunciar el racismo y la determinación de hacerlo a través de historias crudas pero reales tales como «Beloved» o «La noche de los niños». Nos viene también a la mente esos paisajes sureños llenos de simbolismo con personajes que huyen y con otros que se quedan que tanto marcaron la escritura de Carson McCullers, especialmente en «La balada del café triste». Y leerla nos recuerda a Flannery O´Connor en la sensibilidad con que araña la superficie brillante de la realidad que acompaña de un lenguaje poético que remueve y abruma por su belleza trágica. Sin duda, una gran historia que pone voz a unos fantasmas que siguen vivos, a un pasado heredado que arrastra sus cadenas y que se sirve de los vínculos familiares como vehículo para viajar a un trasunto social que muchas veces nos negamos a aceptar. Una historia que cuando acaba, nos acompaña, como esa canción pegadiza que no podemos quitarnos de la cabeza.

Ficha técnica
Puntuación: 8/10
Título original: Sing, unburied, Sing
Traducción: Francisco González López
Editorial: Sexto Piso (1ª edición, 2018)
ISBN: 978-84-16677-91-7
Precio: 19,90€

Comentarios

  1. El personaje de Leonie es muy complejo. Pero si te das cuenta al final Jojo comprende a su madre. Hay unas pistas muy sutiles a lo largo del libro: ambos, en distintos momentos, dicen cosas del tipo "quería hacer... pero no lo hice", "quería decir... pero dije otra cosa -o no dije nada-" A mí me llamaba la atención hasta que me dí cuenta que era algo que les unía a ambos y que por eso inevitablemente al final Jojo iba a comprender a su madre... y a convertirse en ella, en cierta forma.

    Hay que seguir de cerca a Ward, es joven y escribe tan bien que nos va a dar muchos y muy buenos libros, seguro.

    Un abrazo

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  2. Justo estoy leyendo a McCullers, jeje.

    Bueno, la verdad que ya venía bastante convencida de llevarme esta novela y tu reseña no ha hecho más que ponerme los dientes más largos.

    Besos

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