Cena en familia. Paula (2/3)
Aviso: este relato es la continuación de Lidia, así que aconsejo leerlo antes de llegar a éste. ¿Aún no lo has leído? Haz clic aquí ;-D
II.Paula
La
calle Balborraz quizás sea la más famosa de esta ciudad. Ahora no sabrán cuál
es pero si les digo que aparece en todas las postales, esa calle empedrada y
escalonada cuesta abajo, dirección al Duero, o cuesta arriba, dirección al Ayuntamiento, con coloridas casas a ambos lados,
estoy segura de que la reconocerán enseguida. Allí me fui a vivir, al número 57,
a la casa de mi tía abuela Teresa, la solterona de la familia. Yo nunca había pisado antes esa ciudad ni esa casa, es más, a la tía abuela Teresa sólo la había visto un par de veces en mi vida, pero cuando falleció
en mayo, al ser yo el único miembro de la familia que quedaba con vida, me
convertí en su heredera universal y salir de la capital para olvidar todo lo
sucedido me pareció la única forma de aprobar la dichosa oposición. En la gran
balconada blanca y acristalada del piso superior instalé mi zona de estudio.
Saqué una mesa de madera que parecía una reliquia familiar y, tras colocar
varios geranios y velas que diesen savia a ese balcón, desplegué códigos y
apuntes. Lo mejor de todo es que las vistas tampoco suponían una distracción ya
que frente a mí sólo había una antiquísima casa de piedra de dos alturas, como
la mía, con un portalón de madera. Ese tramo de la calle estaba prácticamente
deshabitado y el único ruido que se percibía era el rumor del Duero a la vuelta
de la esquina.
Todos
los días, a las diez en punto, mientras yo degustaba mi tercer café y
el sol asomaba tímidamente sobre el tejado de la casa de piedra, el portalón se
abría y un viejo, de unos setenta años, alto, fuerte y muy vigoroso, salía de
ella con una desgastada boina negra sobre su cabeza y un abultado manojo de
llaves en la mano. Lo cerraba con una gran llave de hierro, colgaba el
manojo de una trebilla del pantalón y se iba con el tintineo ascendiendo la calle. A las seis en punto, al mismo
tiempo que yo degustaba mi último café del día, el mismo tintineo rompía el
silencio y tras él aparecía el viejo, descendiendo la calle con una bolsa de El rey del
pollo, el tradicional asador de la plaza del Mercado. A medida que avanzaba el
verano mi curiosidad iba aumentando y me descubría a las diez de la mañana y a
las seis de la tarde plantada en ese balcón, taza en mano, esperando el tintineo, puntual también a su cita.
Un
día decidí comer en El rey del pollo. Hablando con el dependiente de la
tienda, le comenté que eran muy afortunados por tener un cliente tan fiel como
ese viejo, a lo que me respondió, torciendo el gesto, que prefería no hablar de
él. ¿Por qué?, le pregunté. Entonces me contó una historia tristísima. El
hombre había estado casado y de ese matrimonio nacieron tres hijas. Ya desde
que éstas eran pequeñas, todos los domingos iba a ese mismo establecimiento,
propiedad entonces de su padre, a comprar dos pollos asados con toda su
guarnición. Las niñas crecieron y una tras otra se fueron a la capital en busca
de un futuro mejor. Ninguna hija había vuelto a aparecer por allí, ni siquiera
en vacaciones. La última vez que las vieron fue cuando falleció la madre en
las Navidades de hacía ya cinco años. Pero él iba todos los días a comprar los
pollos porque, aseguraba, su familia se negaba a cenar otra cosa. El pobre
viejo, en su soledad, se había vuelto loco.
La
historia me dejó un poso de tristeza tremendo y me recordó a mi familia. Cómo
también ellos, uno tras otro, o varios a la vez, habían ido abandonándome. Al
fiscal que llevaba el caso no se lo pude reconocer, por supuesto, y eso que
intentó presionarme apodándome ante la prensa como la «Merricat de la Gran Vía», sí, la envenenadora de Shirley
Jackson, ¡vaya apodo más encantador!, pero ahora puedo confesarles puesto que se archivaron las
diligencias que yo fui la culpable. No siento remordimientos, bueno, a veces, aunque volvería a hacerlo. Sin embargo, ¿cómo olvidar esos paseos por Navacerrada, de los que hacíamos una fiesta, para que yo recolectase setas? ¿cómo no recordar esas maravillosas comidas de
domingo degustando todos juntos los asados que les preparaba? Viví
con ellos momentos mágicos aunque todos fueron decepcionándome. Unos
con sus acciones, otros con sus omisiones. Unos con sus rozamientos, otros con
sus silencios. Ya lo dice Natalia Ginzburg: «El silencio cosechas sus víctimas día tras día. El silencio es una
enfermedad mortal». Y yo odio a los que actúan tanto como a los que sellan su boca con el hilo del mutismo cómplice.
Pero bueno, eso es otra historia, que me voy por las ramas. Como les iba diciendo, el relato del viejo me dejó pensativa. A la mañana siguiente, en mi cita de las diez en punto, comprobé que las contraventanas de los cinco portillos (uno a cada lado del portalón y tres en la planta de arriba) estaban, como siempre, cerradas a cal y canto; incluso pareció que llegaba a mí el olor a cerrado, a rancio, a aire enrarecido que esa casa de piedra debía contener en su interior como si se tratara ya de un viejo tesoro guardado a buen recaudo del que no quisiera desprenderse. Pareció que el viejo estaba escuchando mis pensamientos pues levantó la cabeza hacia mi balcón y por primera vez su mirada se depositó sobre mí. Una mirada torva, agresiva, sufriente al mismo tiempo; una mirada de perro que ataca para hacer frente al miedo que le invade; una mirada... que me recordó a la mía... En un gesto, tan infantil como ilógico, di varios pasitos hacia atrás saliendo del balcón y refugiándome en la seguridad de la habitación. Los rayos de sol empezaban a penetrar en la estancia y me vi rodeada por los bailes matutinos de infinitas motas de polvo.
Pero bueno, eso es otra historia, que me voy por las ramas. Como les iba diciendo, el relato del viejo me dejó pensativa. A la mañana siguiente, en mi cita de las diez en punto, comprobé que las contraventanas de los cinco portillos (uno a cada lado del portalón y tres en la planta de arriba) estaban, como siempre, cerradas a cal y canto; incluso pareció que llegaba a mí el olor a cerrado, a rancio, a aire enrarecido que esa casa de piedra debía contener en su interior como si se tratara ya de un viejo tesoro guardado a buen recaudo del que no quisiera desprenderse. Pareció que el viejo estaba escuchando mis pensamientos pues levantó la cabeza hacia mi balcón y por primera vez su mirada se depositó sobre mí. Una mirada torva, agresiva, sufriente al mismo tiempo; una mirada de perro que ataca para hacer frente al miedo que le invade; una mirada... que me recordó a la mía... En un gesto, tan infantil como ilógico, di varios pasitos hacia atrás saliendo del balcón y refugiándome en la seguridad de la habitación. Los rayos de sol empezaban a penetrar en la estancia y me vi rodeada por los bailes matutinos de infinitas motas de polvo.
Mi
corazón latía con fuerza y, consciente de que me iba a ser imposible
concentrarme en el estudio, decidí tomarme la mañana libre y salir a dar una
vuelta. Tras un paseo por la Catedral y una compra de libros en la cercana
Samuret, regresé a casa. A medida que iba descendiendo Balborraz empecé a
percibir un olor fétido, a cloaca, típico del centro de las ciudades según van
aumentando las temperaturas y el calor arrecia. Al llegar a casa me giré y me
acerqué al portalón de madera de mi vecino. En un gesto rápido me asomé por la
ventana de la derecha pero el cierre era tan perfecto que nada se entreveía a
través de ella. Me asomé por la de la izquierda, cuyas contraventanas sí estaban
ligeramente entreabiertas, y me sorprendió distinguir sobre la pared, que
parecía empapelada con algo brillante, el reflejo parpadeante de unas lucecitas
de colores.
Pasaron
los días y la ciudad se fue vaciando de gente que huía a su casa del pueblo. A
la hora de comer el sol, que derretía hasta los medievales adoquines, convertía
la ciudad en un ente intransitable. El caudal del Duero era un ridículo reguero
de agua. Mi casa fue invadida por los mosquitos. Pero lo peor no fue eso. Lo
peor, lo realmente insoportable, fue el olor. Impregnaba mi ropa. La lavaba a
diario. Echaba en la cubeta de la lavadora vasitos y vasitos de suavizante que me
abofeteaba con su fragancia a vainilla, pachuli y sándalo. Pero nada. Ni por
esas. Olor a excrementos atascados, a fosa séptica, a gusanos dándose un festín,
se sobreponían a cualquier incienso o ambientador.
En
esas andaba cuando una tarde, de regreso a casa de un paseo vespertino por la
orilla del Duero, observé que una de las contraventas, la de la izquierda, estaba
ligeramente más abierta de lo habitual. Fue la primera vez que vi el árbol de
Navidad, colocado en la esquina de la estancia, con las lucecitas parpadeantes encendidas
que se reflejaban sobre cientos de envases de aluminio de pollos asados
apilados sobre la pared y que, así colocados, me recordaron a cuando era
pequeña y simulaba un río en el Portal de Belén de mi madre arrugando papel
Albal. Por más que intenté forzar la postura y la vista no conseguí ver nada
más, salvo unas difuminadas sombras, como si hubiese alguien sentado a la mesa
en una silla. Imaginé que sería Aurelio, pues ya eran más de las siete de la
tarde, y pensé en lo solo que debía sentirse ese viejo, en esa casa de piedra
tan grande, con su arbolito todavía puesto en pleno mes de Julio.
Por
la noche no conseguí conciliar el sueño. Me lo imaginaba al otro lado de
la calle, solo en su cama, como yo; rodeado de figuritas de porcelana y fotos
viejas, como yo; aturdido por ese olor cada vez más hediondo, como yo;
encadenado a una culpa más pesada que una losa... como yo. Y una especie de
sentimiento de hermandad con él nació en mí ese momento. Así que tomé una
decisión y al día siguiente, aprovechando que tenía fresco el temario de
Derecho Administrativo para la oposición, comencé un peregrinaje de varios días
que ni el de Santiago, de oficina en oficina, de concejalía en concejalía, ora
reclamando el saneamiento de nuestra calle, ora reclamando algún tipo de solución
para el pobre solitario con síndrome de Diógenes. Sólo saqué en claro dos
cosas: la primera, que a pesar de todos los avances tecnológicos obtenidos si
Larra levantase la cabeza, volvería a escribir aquello de «Vuelva usted mañana»
y, corriendo, regresaría a su tumba; la segunda, que el viejo se llamaba Aurelio
y era conocido por su inquebrantable amabilidad, la cual utilizaba de forma
recurrente no sólo en el Centro de Día donde jugaba a la brisca, sino también en la declinación de cualquier ofrecimiento de ayuda por
parte de los Servicios Sociales.
Se instalaron los perezosos días en una tranquila rutina alternando horas de estudio con paseos
por el Duero y cafés a la sombra de la plaza Duro, con su olor a ginkgos, cuando al mediodía del treinta y uno de julio vi algo que debería
haberme hecho sospechar. Al levantar la cabeza de mis apuntes comprobé que el portalón de la casa de piedra estaba entornado. Hubiese jurado que el viejo lo cerró esa mañana al
irse y no había vuelto a escuchar su delatador tintineo desde que ascendiese
la calle Balborraz. Llevada por un impulso dejé
la taza sobre la mesa y bajé corriendo las escaleras. Al salir, el sol estaba
alto sobre el Duero, como una seta, envolviendo bajo su sombrero el silencio sepulcral de la ciudad, azotando la calle con sus atroces rayos llenos de vida, calientes, atronadores, entre los que destacaba, como la boca de una mazmorra, la oscuridad fría del portalón entreabierto de la
casa. Acercándome a él lo abrí poco a poco.
—¡Hola!
¿Hay alguien ahí? ¿Don Aurelio? ¡Se ha dejado la puerta abierta! ¿Don Aurelio?
Salió
a mi encuentro un olor tan nauseabundo que casi se podía agarrar con la mano.
Automáticamente me dirigí a la puerta de la izquierda y allí estaban las luces
parpadeantes del árbol de Navidad, tililando macabras sobre la montaña metálica de los envases de pollo. Dos velas
de iglesia, encendidas, iluminaban cuatro figuras que estaban sentadas a la
mesa. Cada una con su copa de cristal, su plato de la Cartuja de Sevilla, su
servilleta de tela y sus cubiertos de plata cuidadosamente dispuestos frente a ellas.
Me fui acercando. El terror que invadió mi cuerpo era tan devastador que hasta dejé
de percibir el tufo que desprendía la comida podrida y los cuerpos putrefactos,
atados éstos con una cadena que anclaba el respaldo de la silla al suelo de
piedra.
Cuatro cadáveres, cuatro mujeres.
La esposa y las tres hijas. Sentadas
a la mesa, dos a dos, enfrente unas de las otras.
A cada extremo del tablero, dos sillas, las dos vacías, también con su copa de cristal, su plato de la Cartuja
de Sevilla, su servilleta de tela, sus cubiertos de plata.
El crepitar de las llamas de las velas de iglesia al ritmo del parpadeo de las luces del árbol de Navidad...
Un villancico tétrico.
Y
un tintineo a mi espalda.
Sé
cuántos días han transcurrido desde entonces por el número de veces que he
comido pollo: cincuenta y siete.
Me ha encantado, Raquel! Mi vermut ha sido acompañado por la lectura de este relato redondo! Ay, la curiosidad mató las oposiciones jejeje. A por el tercero! Pilar.
ResponderEliminarNo imagino una compañía mejor que un vermut de aperitivo para este relato. ¡Nada que lleve setas! jajaja. Mil gracias por leerme, compartir y disfrutarlo. <3333
ResponderEliminarNo sé si voy a poder esperar la continuación del relato sin morderme todas las uñas!!!! Es una pasada, hasta me ha llegado el olor a pollo...
ResponderEliminarJajajaja. Como me alegro de que te haya enganchado, mi querida Mara ;****
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