Quién le pone el cascabel.





Aún hoy, seis meses después, intento encontrar una explicación a todo lo que sucedió en aquella casa. No lo consigo. Mi psiquiatra tampoco. Y de Pablo, nada puedo decir porque desde entonces no he vuelto a verle. De mi familia ni hablo. Para ellos estoy loca y punto. ¿Pero cómo puedo estar loca? Yo lo vi con mis propios ojos... Pero bueno, ustedes se preguntarán, ¿qué le ha pasado a esta pobre mujer para llegar a este punto? No me prejuzguen porque haya hablado de psiquiatras y de abandonos, por favor. Simplemente pónganse en mi lugar y juzguen por sí mismos si estoy loca o no. Allá voy.

Todo empezó cuando alquilamos esa casa. Un adosado de una planta en una zona residencial en las afueras de la ciudad. No era un barrio pijo, ni mucho menos, no se crean, pero sí era un área tranquila de gente obrera donde habían empezado a construir una colonia de chalets que tuvieron que paralizar al quebrar la constructora. Los pocos chalets habitables se vendieron a precio de coste. «¿Por qué comprar un piso si por el mismo precio tengo un chalet?», se preguntaron aquellos pocos que en esa época se atrevían a meterse en una hipoteca de por vida. Así que se fueron ocupando por familias que, cuando volvió a reactivarse el mercado inmobiliario, decidieron alquilar su casa para poder largarse de esa zona medio abandonada.   

A mí no me gustó. Nuestra casa estaba en el extremo derecho la colonia, totalmente expuesta, si es que alguien decidía seguir hasta el final esa carretera a medio asfaltar. Nada más entrar por su puerta sentí un aliento de aire frío que, en pleno mes de agosto, me pareció cuanto menos sospechoso. Esa enorme estancia, que hacía las veces de cocina-comedor-salón decorada con estilo industrial, era aséptica e impersonal. «Ponemos unos helechos y listo», dijo el práctico Pablo que se había enamorado de esa casa nada más verla en Idealista. Al fondo a la izquierda, un amplio dormitorio con una ventana enrejada sería nuestro nido de amor. «Total, si sólo vamos a dormir aquí», dijo el pragmático Pablo, ante mis dudas de que ese antro nos recalentase la libido. Al fondo a la derecha, un cuarto de baño alicatado a toda prisa con una ducha medio descascarillada. «Es un plato de ducha. No necesitamos más», dijo el terco Pablo dispuesto a coger esa casa sí o sí. Y al fondo en el medio, una puerta metálica que daba al patio trasero.

El patio. El maldito y hermoso patio. Cuando lo vi pensé que compensaba todo el desastre anterior. Por ese patio merecía la pena ceder ante Pablo y comenzar allí una nueva vida juntos. Era lo suficientemente grande como para poder instalar mi zona de trabajo, donde también podríamos tomar una copa con amigos (nunca después de medianoche para no molestar a los vecinos, aclararon los caseros. Qué vecinos, pregunté yo. Bueno, nunca se sabe. Dicen que pronto se reanudarán las obras y esto se llenará de vecinos) e incluso hacer alguna que otra barbacoa (nunca después de medianoche, insistieron los caseros, haciendo que me sintiera como una Cenicienta moderna obligada a recluirse en ese antro industrial por miedo a convertirse en una estatua de sal).

Como nuestra casa estaba en un extremo, de frente y a la derecha una tapia de más de dos metros de altura nos aislaba de unos terrenos baldíos sobre los que aún nadie se había atrevido a edificar. A la izquierda, otro patio como el nuestro, abandonado desde hacía meses porque el chalet quedó a medio construir, garantizaba también nuestra intimidad reforzada por el alto muro.

Firmamos el contrato y nos fuimos directos al Ikea. Unas velas, unos cojines, unos ficus, y el patio fue mío. Me gustaba ver amanecer tomando el café, ese sol que ascendía sobre la tapia rellenando el silencio que impregnaba esa casa. Ni un grillo, ni un coche, ni una sirena de ambulancia. Sola con los rayos de sol. A mi izquierda me imaginaba a las hormigas comenzando a trajinar en ese patio abandonado al que nunca me atreví a asomarme hasta ese día, ese maldito día. Hasta entonces había preferido imaginármelo salvaje, inhóspito pero tranquilo. Una zanja entre el mundo y yo. Mi oasis. Pablo salía a trabajar pitando después de beberse de un trago su café dejando como único rastro el almizcle de su colonia, mientras que yo me quedaba todo el día en casa, desde donde trabajaba como traductora. Decenas de pestañas llenaban la pantalla de mi portátil mientras vaciaba la jarra de café. En ese momento estaba traduciendo una recopilación de relatos de Joyce Carol Oates. Recuerdo que tuve mis dudas a la hora de aceptar ese encargo, dudas inoculadas por Pablo, todo hay que decirlo, porque tuvo miedo de que esa escritora tan brillante como siniestra ocupase mi mente con fantasías y miedos. Pero al final acepté el trabajo en un acto, primero, de rebeldía y segundo, de amor a Oates. Adoraba mi trabajo.

Cuando el sol de mediodía fulminaba mi patio, me cobijaba en el cenador con un ventilador que rompía ese silencio para mi tan necesario: fuuuuuuu, clack, fuuuuuuu, clack. Los días transcurrían con normalidad, instalándose una rutina armoniosa, una dulce calma.

Hasta que un día, ese maldito día, mientras me encontraba trabajando, apareció ese sonido: fuuuuuu, cling, cling, cling, clack – fuuuuuu, cling, cling, cling clack. Primero pensé que era mi móvil. Después me imaginé algún bicho acechando alguna de las tapias. Paré el ventilador. Silencio. Y allí estaba: cling, cling, cling. Silencio. Un sonido metálico, demasiado para ser de un insecto. Cling, cling, cling. No lograba identificarlo hasta que, cerrando los ojos, rebusqué entre mi memoria de sonidos y me di cuenta que me recordaba al sonido del cascabel que llevaba cuando estaba embarazada. Me lo regaló mi amiga Laura, un ser muy espiritual, tras haber leído que el sonido que hacía cuando la madre caminaba o se movía resultaba muy relajante para el bebé. Yo le decía que parecía una gata en celo, yendo con ese cascabel tan ruidoso por todos los lados, y entonces ella me corregía: «no se llama cascabel, sino llamador de ángeles». Fue mi amuleto durante el parto y, cuando Mario nació, Pablo me lo quitó por miedo a que un día me lo arrancase de un tirón. Nunca más volví a verlo. Entre todo lo que pasó y las mudanzas posteriores lo perdí de vista.

Tras haber identificado el sonido, un aluvión de recuerdos inoportunos invadieron mi cabeza. No sin gran esfuerzo, conseguí apartarlos y encendí de nuevo el ventilador, dispuesta a seguir trabajando: un relato de Oates sobre una niña preadolescente que se sube a un barco con un montón de desconocidos, treintañeros y borrachos, que la miran de forma obscena. Pensé en qué podría llegar a pasarle a esa chica y en la pobre madre que estaría esperándola preocupada en casa. Me dieron pena. Y mis pensamientos volvieron a ese sonido de cascabel cling, cling, cling. ¿Sería una mujer embarazada paseando por el descampado con un llamador de ángeles? ¿O bien se trataría de un gato? ¿Se habría perdido? ¿Y si lo andaban buscando sus dueños como locos? Al volver a escucharlo apagué el ventilador e intenté detectar de dónde venía el sonido. Sí, no había duda, procedía del patio abandonado. Cling, cling, cling. Pero en esta ocasión percibí algo diferente. Iba acompañado de un pequeño rugido que me dio un escalofrío por toda la columna por parecerme casi humano. Me imaginé un gato enorme, fiero, de dientes afilados y, metiéndome corriendo en casa, cerré la puerta e intenté calmarme. Si fuera un gato tan grande no llevaría un cascabel, ¿no? Si fuera tan fiero se lo habría arrancado, ¿verdad? Justo en ese momento sonó el teléfono y una traducción urgente, una visita tan inesperada como indeseada de mi madre con sus tuppers de mollejas y una llegada antes de lo habitual de Pablo con su aroma a almizcle, hicieron que me olvidase del tema.

Hasta el día siguiente.

Un rato después de que Pablo cerrase la puerta para irse a trabajar escuché de nuevo el sonido del cascabel mientras los rayos del amanecer penetraban en mi patio. Casi dejo caer mi taza favorita, esa con el mensajito de «Hoy es un buen día para sonreír» de Mr. Wonderful. Si tenía algunas ganas, se me quitaron. Decidida a que el temor no se apoderase de mí, aproveché para hacer una visita de cortesía a las escasas viviendas cercanas que estaban habitadas. En todas pregunté si alguien sabía algo de un gato con cascabel e intenté sonsacar si había alguna embarazada por el barrio, pero la pesquisa no dio frutos. La única vecina que fue realmente amable fue la del número 10. Madre de familia numerosa, por su casa correteaban rubios niños salvajes sin parar, dejando por ahí un vaso con restos de zumo y por allá un trozo de croissant, mientras que ella, impasible, flemática, me ofrecía un café en una taza de Mr. Wonderful igualita a la mía y un trozo de tarta de manzana casera en uno de esos platos duralex transparentes que todavía hoy resisten, rayados pero útiles, en casa de mi madre. Esas coincidencias me hicieron creer en ese momento que entre ella y yo podría surgir una amistad, por aquellas cosas del destino en las que tanto creo, ya saben, supercherías mías. Precisamente fue ella la que me sugirió que me asomase por la tapia para así salir de dudas. No me atreví a confesar que no lo había hecho antes porque me daba miedo y que, además, contarle algo así a Pablo, siempre tan ocupado en sus cosas, con escaso tiempo para «mis tonterías», habría originado con seguridad una bronca que no me apetecía tener. Así que puse como excusa que no tenía una escalera para llegar, lo cual también era verdad, con lo que la vecina, muy solícita ella, se ofreció a prestarme la suya.

Al llegar a casa la apoyé en la tapia decidida a subir. Pero el silencio absoluto y el sol penetrante me hicieron desistir de la idea. Me senté bajo el cenador dispuesta a recuperar algo del tiempo perdido durante mi investigación detectivesca con el ventilador como acompañante. Fuuuuuu, clack, fuuuuuu, clack ¡CLING, CLING, CLING! Cascabel. A la porra la búsqueda de sinónimos de chirriar. Más cabreada que otra cosa, ascendí por esa escalera sin pensármelo dos veces y allí lo vi… bueno, mejor dicho, déjenme que respire, lo intuí, lo vi de reojo, joder, no sé si me explico. Vi unas piernas, unas piernecitas descalzas de niño, sucias, con churretes negros, unidas por un pequeño trasero también desnudo y sucio, corriendo y metiéndose por la puerta trasera del chalet mientras sonaba rápidamente, presto, presto, cling, cling, cling . No, no era un perro ni un gato. Sé distinguir entre el culo de un perro o un gato del de un niño. De unos cinco años. Lo sé porque Mario murió con esa edad y, ¿cómo no voy a conocer yo el cuerpo de un niño? ¿Un niño al que limpié el culo desde que nació, bañé, eché talco, cremita para las irritaciones? Tuve que agarrarme con fuerza a la tapia para no caerme. Intentando controlar la respiración, me centré en observar lo que veía a mi alrededor, por aquello de calmarme, ya saben. Inspira, expira, un patio abandonado con un montón de matojos que habían roto el cemento y mucho moho. Un olor a humedad apestosa que nunca antes había percibido. Os lo juro. Olía a pis. No era un olor muy intenso pero sí lo suficientemente perceptible desde ahí arriba. Las dos persianas de la pared trasera estaban bajadas del todo y una capa de tierra y polvo se depositaba sobre ellas. La puerta, metálica como la de mi casa, se ocultaba bajo una capa de óxido irreversible y se encontraba entreabierta lo justo para que ese par de piernas se introdujeran por la rendija.

No quise mirar más. Bajé de la escalera, recogí mi ordenador y me metí a trabajar dentro de casa, en esa cocina industrial tan fría que no necesitaba ni ventilador. Recuerdo que encendí todos los aparatos: la televisión, el microondas, la licuadora, el Spotify con Chopin sonando a todo trapo en mi ordenador, todo por no volver a escuchar el cling, cling, cling que ya tenía tan metido en mi cabeza que me parecía oírlo por todos los lados. Si hubiese tenido un coche habría salido pitando pero estaba en el culo del mundo, sin transporte público, sin amigos que viniesen corriendo a una palabra mía. Pasé el tiempo como pude enfrascada en mi traducción hasta que llegó Pablo quien, al ver todo ese trajín de ruidos, sospechó que algo raro me pasaba. Cuando me interrogó no pude callar más, por lo que acabó pasando lo que me temía: me tachó de loca, me recordó algún que otro incidente que habíamos tenido antes por esa «manía mía de meterme donde nadie me llama» y me confesó algo que aún a día de hoy me sigue doliendo: el motivo por el que nos habíamos venido a vivir tan lejos era para tenerme apartada de la gente. Un sitio donde no hubiese “presuntos maridos que maltrataban a mujeres” ni “vecinos en cuya vida olfatear” y así no tener que estar dando explicaciones a nadie cada vez que yo llamaba a la policía o presentaba una denuncia anónima, presuntamente anónima, porque esta ciudad es tan pequeña que al final todo se sabe…
Tras echarme ese discurso el silencio se nos vino encima. Ni lágrimas había, tan cansada estaba ya de llorar. Nos miramos y, de repente, mi rostro se iluminó de forma triunfal.
—¿No lo oyes? —pregunté esperanzada.
—¿Oír qué? —me respondió airado.
Cling… cling… cling… Piano, piano. Ahí estaba.
—¡El cascabel! ¿No lo oyes? ¡No puede ser que no lo oigas!
Me desinflé. El sonido cesó. Pablo sacudió su cabeza con un gesto triste mientras anunciaba un:
—Me voy a dormir.

Yo le seguí. Me acosté a su lado y él aceptó mi abrazo con un cariño frío. En ese momento supe que todo estaba a punto de explotar. Que Pablo había llegado a su límite y no aguantaría mucho más a mi lado. Así que decidí olvidarlo todo pero, a pesar de mis esfuerzos, esa noche tuve pesadillas, encadenadas unas detrás de otras, en las que aparecían esas dos piernas que salían de debajo de mi cama, trepaban por el armario, se colgaban de la lámpara. En mi sueño la cara de ese niño era la de Mario. Qué curioso. ¡Cómo rellena la imaginación los vacíos que no cubre la razón!

Por la mañana tenía claro lo que iba a hacer. Cuando Pablo salió por la puerta de la calle, previa advertencia de que «ni se me ocurriese hacer alguna tontería» yo salí por la puerta trasera y degusté mi café, dando así tiempo a que el rastro de almizcle se desvaneciese, señal de que Pablo ya estaría lejos de la casa. Ascendí esa escalera. El patio bajo la luz de la aurora parecía oscuro y tenebroso como una cuneta. Sentándome a horcajadas sobre la tapia levanté la escalera y la coloqué al otro lado a fin de poder bajar cómodamente. Nada más tocar el suelo volví a sentirlo, ese mismo aliento frío que percibí la primera vez que entré en mi casa. Sacando el móvil que había guardado en mi sujetador encendí la linterna y enfoqué a mi alrededor. Varias cucarachas e insectos no identificables salieron corriendo al cobijo de hierbajos y grietas varias. El sol comenzaba a trepar ya por la tapia y eso me infundió el valor para dirigirme hacia la puerta metálica que seguía entreabierta. Apoyándome en el dintel me dispuse a escuchar. El silencio sólo se rompía por el sonido de los bichos arrastrándose por la hierba. Hasta que de repente oí algo más. Una respiración sosegada, como el ras, ras, ras de la hierba mecida por el viento. Seguí esperando. Sabía que llegaría. Ese sonido.

Cling, cling, cling.

Ahí estaba. Enfoqué con mi móvil y le vi. Atado con una larga cadena a una tubería oxidada estaba el dueño de esas piernas sucias que había visto salir corriendo. Su cara, no mucho más limpia, tenía una expresión de pánico expectante. No, ya sé lo que están pensando. Ese niño no era Mario. Ese niño tenía unos grandes ojos azules (Mario los tenía negros), pelo rubio (el de Mario era como el tizón) y era mucho más delgado que Mario. Con la linterna iluminé a mi alrededor y sólo vi paredes desconchadas, casquetes de obra, una casa que quedó a medias, como todo en este barrio. En un rincón el suelo estaba lleno de excrementos. La única luz que entraba en esa estancia era la de la puerta trasera entreabierta. Quise decirle algo al niño pero me dio miedo asustarle más de lo que ya lo estaba. Observé que la única zona limpia era en la que él se encontraba. Bajo él un colchón con una sábana blanca inmaculada, algo increíble dada la suciedad del crío y que me hizo pensar que alguien se la había cambiado hacía muy poco. Mi intuición se confirmó al comprobar que el niño estaba bebiendo algo de un vaso duralex transparente, de los de toda la vida, parecía un zumo de naranja, y que desmenuzaba con las manos un enorme croissant.

Agarrando una tubería que había apoyada en la pared me dirigí a explorar el resto de la casa. Un pasillo llevaba hasta la puerta principal y a ambos lados varias estancias a cada cual más oscura y tenebrosa. No vi a nadie y no había ningún lugar donde pudiera esconderse. La puerta principal estaba trancada.  Por más que intenté descorrer el cerrojo no lo conseguí. Volví sobre mis pasos y una ráfaga de almizcle tan intensa como breve, llegó a mi cerebro. En ese momento debía tener ya todos mis sentido embotados y no era capaz de reconocer olores. Volví hacia donde estaba el crío y comprobé con cierta satisfacción que había vaciado el plato y el vaso. Justo en ese momento expulsó un eructo que le supo a gloria y que acompañó de forma graciosa con el cling, cling, cling del cascabel que llevaba colgado al cuello con una cadena que, intuía, era de plata.

—¿Quién te lo puso? —le pregunté señalándolo con mi índice derecho.
Él me miró con sus grandes, enormes ojos azules y esbozando una sonrisa desdeñosa agarró con su mano izquierda algo que ocultó detrás de su espalda.
—¿Qué te has escondido? Si es un trozo de comida no tengas miedo, no voy a quitártela. En mi casa tengo un montón de comida rica, como la que le gustaba a mi hijo. Vivo aquí al lado. ¿Quieres que vaya a buscarte más?
El silencio no hizo más que envalentonarme en mi intento por ganarme su confianza.
—Tengo también varios juguetes que pertenecieron a Mario. Era un niño como tú y…

El sonido del cascabel rasgando el aire no me dejó terminar. Rápido como un tigre, sin yo siquiera verlo venir, el crío se había lanzado de un salto contra mí empuñando en su mano izquierda un tenedor que, sin dudar, clavó en mi pantorrilla derecha. Mientras yo gritaba de dolor, él comenzó a gritar con una fuerza tal que parecía que estábamos compitiendo por el grito más grande del mundo. Aterrada, viendo que el crío arrancaba el tenedor de mi pantorrilla y se disponía a clavármelo de nuevo, logré reaccionar a tiempo para golpearle con la tubería y salir corriendo. Subí la escalera y al llegar arriba me tiré. Mientras mis doloridos huesos se recuperaban del golpe, me di cuenta de que ya no oía ningún grito pero sí un cascabel cling, cling, cling. El crío debía estar al lado de la tapia, observándola, tirando furioso de la cadena, demasiado corta para permitirle avanzar, con su tenedor sangrante en la mano. Cling, cling, cling. Rabioso, moviéndose de un lado a otro, como un perro enjaulado. Cling, cling, cling.

Me levanté como pude y me dirigí a la cocina. Taponé la herida con un trapo y llamé a la Guardia Civil. El tiempo que tardé en oír las sirenas se me hizo eterno y lo pasé tirada en el suelo apretando con fuerza la herida, cantando las mismas canciones que le cantaba a Mario cuando era bebé. Fue la única forma de calmarme que encontré en ese momento, créanme. ¿Hay algo más relajante que cantar a un bebé mientras lo paseas en brazos por la casa? Luna, luna, luna; luna, luna, sol. Luna, luna, luna; luna, caracol.

Los reportes posteriores concretarían que el tiempo exacto que tardó en llegar la primera patrulla fue de cuarenta y dos minutos. Tiraron la puerta de la casa sin miramientos y no encontraron nada. Después de que la ambulancia me prestase los primeros auxilios insistí en entrar en ella. Ni rastro de excrementos. Ni rastro del colchón de sábana inmaculada. Ni rastro de cadena. Ni rastro de niño. Ante mi insistencia, y alegando mi herida como prueba del ataque, los agentes peinaron la zona, interrogaron a vecinos, se descubrió que dos de ellos tenían antecedentes por abusos a menores y fueron detenidos para tomarles declaración. La madre de la familia numerosa también fue detenida por desatender a sus hijos. Cuando quedaron libres sin cargos comenzaron a aparecer pintadas en mi casa acusándome de mentirosa y amenazándome de muerte. Si tenía alguna posibilidad de integrarme en esa comunidad la perdí con mi voz de alarma. Yo seguía obsesionada con esa casa, con ese crío desnudo. Sé lo que vi. ¿Cómo iba a inventarme algo así?

Finalmente, como es obvio, Pablo me dejó. A petición de mi familia accedí a ingresar en el centro de rehabilitación psiquiátrica. La mejor manera de que se olvidase el tema, de que mi familia no pagase, una vez más, las consecuencias en su reputación de mis actos, fue decir que estaba loca. Como loca queda muy feo, dicen que tengo estrés postraumático, bulimia y depresión. Pero yo sé lo que vi y no sólo yo. Uno de los agentes de la Guardia Civil dice que me cree, o que al menos sospecha que hay algo turbio en todo eso, pero no puede probarlo. ¿Qué por qué me cree? Pues porque cuando se sentó conmigo en el sofá de mi frío salón industrial le conté todo con pelos y señales. Cuando el agente regresó a la casa lo vio. Allí, en un rincón, donde antes estaban los excrementos, había un vaso de cristal roto. Al coger el vaso para olerlo comprobó que olía a zumo de naranja. Zumo fresco. «Parecía el olor del zumo recién exprimido. Lo sé porque mi mujer está obsesionada con lo de la Vitamina C y nos obliga a tomar un cancarro todas las mañanas a mí y a los niños».

Dijeron que la herida me la había autoinfligido yo misma. Para llamar la atención. El tenedor sí lo encontraron tirado en el suelo, al comienzo del reguero de mi sangre. Era exactamente igual que los que yo tengo en casa. ¿Pero cómo consigo convencerles de que es un juego del Ikea, como tantos otros que hay en miles de casas? Para lo del zumo opinan que fui yo la que lo llevé. Yo, que no he sido capaz de volver a comprar naranjas porque desde que murió Mario me es imposible olerlas sin echarme a llorar. Y ese vaso, que no coincide con ninguno de los míos…

Mi psiquiatra dice que me monté la historia en mi cabeza con cosas de aquí y de allí. Ese lugar apartado, esa casa abandonada, esos relatos de Oates, esas horas encerrada y sola… Nada de eso era bueno para mi estado mental. Así que nadie me cree. Mi herida ya cicatrizó y me han quedado tres puntos blancos en el muslo que morirán conmigo. Pero aún no les he contado todo. Déjenme que les cuente una cosa más y ya me callo.

Ayer volví a la casa.

No a la mía, que los caseros aún no han vuelto a alquilar por miedo a que les toque otra loca como yo, sino a la del niño encadenado. La puerta tenía el precinto de la Guardia Civil arrancado y con solo empujarla conseguí entrar. El olor a orín era insoportable pero de nuevo me pareció que una ráfaga de almizcle se colaba en mi nariz. Fui directa por el pasillo hasta llegar a la habitación del fondo donde las persianas seguían cerradas y la puerta metálica entreabierta, con el precinto también roto. Con la linterna del móvil iluminé la habitación y hacia donde me dirigí primero fue al colchón, sí, el colchón. Estaba allí. Un colchón con una sábana que una vez debió ser blanca porque estaba realmente sucia. Identifiqué rastros de sangre, orín y excrementos. Y otras de varios colores, quizás rastros de comida, no quiero ni imaginar lo que podían ser. Allí estaba el plato de cristal transparente duralex con restos de migas. Y el vaso, con un poso de zumo. Lo olí y recordé esas mañanas, cuando aún exprimía naranjas. Y lo peor de todo: la cadena. Allí, larga como una serpiente negra. Y al otro extremo la argolla abierta como si fuesen sus fauces dentadas. En un gesto rápido giré sobre mi misma temiendo que el crío estuviese allí escondido y me atacase por la espalda pero no había nada. Caminé lentamente hacia el otro extremo de la habitación, iluminé el techo, cada rincón de la misma, entré en los distintos cuartos, busqué incluso detrás de un montón de escombros y nada. Allí no había nadie. Decidí sacar fotos a todo lo que vi para tenerlas como prueba de mi verdad y, cuando ya me disponía a salir, al ir a abrir la puerta principal, lo oí: cling… cling… cling… primero piano, piano. El sonido procedía del cuarto que estaba justo a mi derecha. Ya lo había inspeccionado a fondo y no había visto nada. Cling… cling… cling… casi mezzoforte. A medida que me fui acercando el ritmo se intensificaba cling, cling, cling, forte, fortissimo. Y entonces lo vi. El cascabel. Estaba en su cadena de plata colgado de un clavo de la pared. Se movía como si alguien le hubiese dado impulso. Pero allí no había nadie. Cuando me acerqué y lo tuve en mis manos el corazón se me paró. Era el mío. Mi cascabel. El llamador de ángeles que llevaba al cuello cuando estaba embarazada de Mario.

Comentarios

  1. Raquel, estoy sin palabras. Ni siquiera me sale un cling y por descontado no volveré a mirar con los mismos ojos a los vasos de duralex marrones que heredé de mi abuela ;-) Me ha encantado leerte. Me gusta la combinación de suspense, humor y cierto poso amargo en este relato. Los giros están muy bien y tu manera de narrarlo me ha hecho sentir como si yo también estuviera al otro lado de la tapia. Esto sí que me atrapa y no el Baztán.
    No deja indiferente.

    Espero leer más relatos tuyos como quien espera un zumo de naranja recién exprimido por las mañanas ;-)

    Enhorabuena!

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    1. Pilar,
      No te imaginas lo que me ha sorprendido no sólo tu comentario sino que lo hayas leído... Sólo había avisado a mi círculo más íntimo que lo había subido al blog porque me siento muy insegura escribiendo relatos; me da un poco de vergüenza que me lean en esta faceta para mí tan intima. Así que estoy feliz porque te haya gustado. Feliz por tus amables palabras. Y feliz porque te apetezca seguir leyendo más relatos míos.
      Muchísimas gracias y ese abrazo gordo para ti.

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  2. Enganchada!!! Enganchada¡¡ Qué suspense!! Si mi corazón late a buen brío creyendo que yo también estoy allí.

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    1. ¡Ay Mari D, qué iluuuuu! No sé por qué al escribirlo me acordé de ti. Sabía que te gustaría ;-) Un abrazo gordísimo y no se lo des a leer a Ana que luego no te duerme jjj.
      Pd: Vete haciendo una lista de ideas para que me la des en la próxima quedada cervecera, tú que tienes tanta imaginación, que le estoy cogiendo el gustillo a esto de los relatos de intriga.
      Muakkkks

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  3. Brutal! Llevo dos días con el cling metido en la cabeza!! Me encanta cómo cuidas los detalles, cómo todo encaja a la perfección, cómo me has enganchado desde la primera línea, cómo me has puesto los pelos de punta y cómo me has conmovido... Es impresionante cuánto eres capaz de contar en un relato tan corto. Impactante.

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    1. Mi querida Mara.
      Tus comentarios, viniendo de una artistaza como tú sí que me conmueven. ¡¡¡¡Muchísimas gracias!!!! *mando bandadas de abrazos voladores para tí y para tu peque*

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  4. Uf...me ha encantado, la verdad. ¡Vaya ritmo tiene! Maravilloso. Yo sé de uno que lo pondría de ejemplo para mostrar "el tartamudeo del pensamiento". Voy a seguir curioseando por aquí.

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    1. Jajaja, ¡dichoso límite de tres páginas! Pero, como pueda, lo presento como trabajo de fin de curso. Muchísimas gracias por pasarte por aquí y siéntete como en casa ;-)

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  5. Como siempre es un verdadero placer leer tus escritos. Ya es hora de que pienses en publicar un libro para poder manosearlo y mostrarlo a mis amigos chilenos.Yo soy de la vieja escuela del papel.Cariños desde Santiago.

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    1. El placer es mutuo, Manuel *_* Lo de publicar el libro ni me lo planteo pero lo que si haré, cuando tenga unos cuantos relatos que me convenzan, será encuadernarlos y repartirlos entre todos los que sois "de la vieja escuela" (entre los que yo me incluyo ;-) ) Así que cuenta con tu ejemplar firmado para que lo pasees por la bella Chile. Por cierto... te cuento un primicia: en uno de los relatos que publicaré próximamente sale una casa inspirada en la tuya de la Habana ^_^ Abraciños desde la primaveral Madrid

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