La carta

"New York Office". (1962). Edward Hopper

Ayer recibí una carta, sí, una carta, de las de toda la vida, de las que se echan en un buzón para que venga un señor a recogerla y remitirla, mediante un complejo entramado logístico, a su destino. Una carta que seguramente ha pasado por un montón de manos que indiferentes han ido clasificándola junto con otros miles de cartas, la mayoría de publicidad o de información bancaria porque eso de mandar cartas está demodé, ya no se lleva, ha sido desbancado por el arte del mensaje instantáneo vía Facebook, o google o whatsapp. Una carta.
Al abrir mi buzón ayer a las 6 de la tarde, como todos los días, esperando encontrarme con la propaganda del Día de mi barrio, del restaurante chino dos calles más abajo o de mi banco agradeciéndome que pague puntualmente mis recibos (diez veces he pedido que me den de alta en la banca electrónica y diez veces siguen desoyendo mis solicitudes) cayó al suelo traspapelado entre tanto papeleo un níveo sobre blanco con mi nombre y dirección pulcramente escritos en su cara. Hace unos años simplemente por la caligrafía habría podido descubrir al remitente pero a día de hoy, cuando las teclas del ordenador son las encargadas de poner tinta negra a nuestros pensamientos, se me hace difícil averiguar cómo escribe cada persona de mi entorno.
Allí, de pie ante mi buzón metalizado, estuve un buen rato observando ese trazo pulcro, grande, redondeado, ligeramente curvado hacia la derecha, como una caligrafía perfecta. Lo analicé un rato tan largo que por dos veces tuve que dar al pulsador de la luz del portal porque se acababa el temporizador de la misma. Encontrándome impotente para descubrir quién había escrito mi nombre de forma tan elegante le di la vuelta al sobre como quien consulta las soluciones de un autodefinido sin querer y a escondidas, de forma culpable, al final de la revista.
Dorso en blanco. No remitente.
Abrí mi bolso e introduje en él ese sobre como intentando olvidarme de su existencia. No sabía quién lo mandaba y eso me generaba intranquilidad. Puede parecer absurdo, lo sé. Siempre he creído que hay dos tipos de personas: el primer tipo está formado por aquellas que abren los regalos rasgando el papel con una impaciencia feroz por saber qué esconde ese pliego tan bonito; el segundo tipo por aquellas que se toman su tiempo para palpar el regalo, agitarlo por si suena o no, mientras preguntan una y otra vez con los ojos brillantes ¿qué es? ¿qué es? y que cuando por fin, ante la insistencia del que regala, proceden a abrirlo, lo hacen cuidadosamente procurando no rasgar el papel ni lo más mínimo, despegando celosamente la cinta adhesiva que da forma al pliego y abriéndolo lentamente, dilatando el momento de descubrir finalmente qué es.
Yo pertenezco, como habréis podido adivinar, al segundo grupo.
Veinticuatro horas lleva ya ese sobre intacto en mi bolso. La única debilidad que me he permitido ha sido poner el sobre al trasluz para confirmar mis sospechas de que sí se trata de una carta manuscrita, aparentemente con la misma letra cuidada y caligrafiada con la que se escribió mi nombre y mi dirección por lo poco que he podido intuir en ese acto. Esta incertidumbre ha provocado que haya pasado la noche en blanco, igual que la cara del remitente, intentando imaginar qué persona ha empleado una parte de su precioso tiempo en escribir esa carta. Quién se habrá acordado de mi y qué habrá sido eso tan importante que le ha motivado sentarse ante una mesa, coger un bolígrafo y decirme ¿el qué?, ¿qué querrá decirme?. Quizás sea alguien de mi pasado dispuesto a volver a formar parte de mi vida o quizás sea ese compañero de trabajo que se ha decidido a declararme su amor de una forma tan romántica. Pero puede ser algo peor, una mala noticia. Quizás alguien que no se atreve a dármela en persona y ha decidido poner por escrito esa tormenta que se va a formar en mi vida. Cualquier conjetura me resulta absurda, tan absurda como pensar que alguien me escriba una carta en lugar de recurrir a la inmediatez de una llamada de teléfono o de un SMS. Pero aquí está la carta, en mis manos, y yo con ella, sin saber qué hacer. Tengo miedo de que si la abro la magia desaparezca, igual que muchas veces, después de tardar minutos interminables en abrir un regalo el contenido resultó decepcionante e incapaz de suscitar la misma excitación que sentí en el momento de recibirlo. La magia de los previos, de los preliminares, de la espera... porque la incertidumbre, a pesar de que vivimos en una sociedad en la que queremos poseer la verdad absoluta, también tiene magia.
Tiro la carta a la papelera. Me pongo mi abrigo. Cojo mi bolso. Me voy a casa.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Él y yo - Natalia Ginzburg

La invitada - Simone de Beauvoir

Tres mujeres - Sylvia Plath

Invierno en los Abruzos - Natalia Ginzburg